Es mejor asustar, que algo queda

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El Papa Francisco intercambia regalos con Felipe VI y Letizia Ortiz. Fotografía: Alessandro Bianchi.
El Papa Francisco intercambia regalos con Felipe VI y Letizia Ortiz. Fotografía: Alessandro Bianchi.

«En nuestros días, la monarquía vigente en España es una república coronada que acepta todos los principios republicanos y repudia el fundamento sobre el que se asienta toda monarquía, que es el origen divino del poder». Así de contundente es la sofística afirmación que hace Juan Manuel de Prada en XL Semanal del 29 de julio de 2018.

Era domingo y en la página de aquel periódico no se ocultaba el amenazante predicador ensombreciendo la actualidad con sus obsesiones. Luego, añade que si nos olvidamos de los principios —escribe que esto es lo normal en nuestras circunstancias— habría que centrarse en lo que considera cuestión fundamental para diferenciar dos tipos de gobierno. Porque sostiene que lo importante no es tanto quien ejerce el poder como el propósito con que lo ejerce.

Y ahora, nuestro maniqueo expone su primitivismo al distinguir dos tipos de gobierno: los que defienden al pueblo del Dinero y los que defienden al Dinero del pueblo. ¿No se comienza a presentir en esta voz del dinero escrita con mayúscula una figura luciferina que reclamará el salvador divino de un pueblo?

Según esta perspectiva, la monarquía se habría creado precisamente para defender al pueblo del Dinero. Entonces, ¿no habría de ser divino el monarca? Las nociones de divinidad y de monarquía estarían enlazadas en su esencia. Las conclusiones no se dejan esperar.

Lo que por desgracia para nuestro agorero ocurriría hoy es que las monarquías habrían dejado de proteger al pueblo del Dinero, precisamente porque se convirtieron en repúblicas coronadas. Al parecer, es la noción de república lo que infecta la esencia de la monarquía degradándola. Tal sería la causa profunda de su corrupción. En consecuencia, no deberíamos sorprendernos ni quejarnos de que un rey con tales características se comporte como un comisionista cualquiera. Se citan como ejemplos los nombres de Mitterrand, Chirac, Sarkozy, Macron, Clinton, Bush y Obama.

Pero nuestro predicador, prescinde de un significativo dato. Y es que, a diferencia de los anteriores, sólo nuestro rey comisionista estaría por principio sin la obligación de dar explicaciones a la Justicia por sus irregularidades frente a la Ley. Pero como esta es una cuestión de principios deberíamos prescindir de ella, según señaló ya al comienzo de su publicación.

La esencia de la cuestión habría que encontrarla en otro cuento que añade. Al parecer, habría sido el histórico ¡Dios no existe! el que al proclamarse determinaría un proceso que, pasando por la república, llevaría al infierno de la anarquía.

Pero no es admisible que la noción de Dios o del mismo término existencia se priven de la complejidad que tienen y de la diversidad misma de las interpretaciones que permiten para empaquetarlos en un simplista relato del miedo. Considera la actual monarquía, de todos modos, un mal menor. Llama la atención que en esta cerrada perspectiva no se diga porqué ha de ser hereditario un poder como el de jefe del Estado, aunque fuese de origen divino. Aquí hay una cuestión nuclear del problema, porque si el poder político tiene planteado el reto de no ser un lacayo de los que tienen el dinero, su discurso no ha de quedar validado por la pureza de la sangre y el menosprecio de la Ley sino por la fuerza de una razón universalizable que se determine en la Ley. Esto es lo que reconocemos como República. A pesar de los esfuerzos por parecer culto, el publicista del XL Semanal, en realidad pensaría que es mejor asustar, que algo queda. Sobre todo, nada de República. El miedo inmoviliza o ciega. ¿No es lo que se busca? Pero la política como arte ha de ser también un antídoto contra el miedo.

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