De la receptividad como capricho

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Sigurdur Gudmundsson, “Study for Horizon” (1975).
Sigurdur Gudmundsson, “Study for Horizon” (1975).

Dudas en torno al duende. Vamos a ver. La voluntariedad se ha llevado toda la fama; esto se concreta muy bien en el rollo picassiano del “que la musa me coja trabajando”, que pretexta genialmente el complejo de los que se saben prestados en tal o cual campo artístico (la reducción del campo a lo artístico es deliberado y egoísta). Esto ya está conceptuado, de todos modos; a lo voluntario, de perfil estrecho y cicatriz recurrente, se opone lo receptivo, la receptividad. La presunción de que a una mirada forzada sobre las cosas continúa el aprendizaje ocioso, una cosa de vrindis al sol (con uve de vuta zorra); mientras que a la emoción de lo cotidiano, a la intuición (cuánto la manoseó Cortázar, en acentos circunflejos), sigue un aprendizaje pasivo: el que no puede ser deliberado. La receptividad.

Esta puede ser malentendida como un capricho, también: “de él dicen que es un autor veleidoso”, “voluble”, y entonces ya no se entiende en profundidades nada del cabrón aludido; pero a mí me da que de caprichosa nada tiene la excepcionalidad de cada cual. «Veo las cosas geométricamente. De rama a rama, entre esos árboles, creo dibujarse un rombo», pero tú no, puede que a ti las ondas te vengan como aroma, y entonces nada de árboles, sino río hediondo; o que el color del paisaje lo toques, te lo funjas addosso, porque si no lo tocas, nada de nada. Y así…

Conque en la jodienda ensayística y cognitiva (ya digo, de lo artístico) no hay nada que se solvente sin laberintos. Tú, el artista, el contexto socioeconómico… Claro, y las necesidades de la propaganda, de entre las cuales: ¡etiquetas! ¡Pertenencia a algo! Gran borrasca de la que quienes menos se cuestionan, precisamente, son los que mejor pasean las plumas, los pinceles; no sea que hagan examen de… receptividad, y palmen prestigio y algún cero bancario.

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