La migración se podría definir como el tránsito continuado de personas de un hogar a otro. En un sentido más amplio, se refiere a las maneras con que los ciudadanos de cualquier nación satisfacen su necesidad de cambiar de lugar de residencia. Esa necesidad es un derecho inalienable garantizado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 13: “Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado.”
Hoy, el fenómeno migratorio está ligado a la economía de libre mercado, aunque no podemos obviar las migraciones forzadas por los regímenes políticos dictatoriales o por ciertas estructuras culturales y sociales.
La política inmigratoria de una sociedad democrática debe partir del reconocimiento de las aportaciones que en el plano económico, social y cultural realizan las personas inmigrantes. Aún así, con o sin “papeles”, el inmigrante se integra en un segmento del mercado laboral caracterizado por la inestabilidad, los bajos salarios, la falta de cualificación y la desregularización. En dos ámbitos típicos de ocupación, el servicio doméstico para las mujeres y el trabajo como jornalero del campo para los hombres, las condiciones de trabajo son duras, establecidas de inicio por el patrono según su conveniencia.
Mantener el puesto de trabajo es vital para la permanencia del inmigrante porque incide en la renovación de su permiso de residencia. Un factor importante de discriminación, que condiciona en gran medida sus posibilidades de integración, es el acceso a la vivienda. Las condiciones de vivienda de los inmigrantes se determinan en gran medida por el hacinamiento y la insalubridad. Al problema económico se unen los recelos.
Si bien la inmigración comporta retos a la sociedad de acogida, es muy superior el valor del intercambio que conlleva el proceso inmigratorio para ambas partes, y mucho más si tenemos en cuenta que la población inmigrante se ha convertido en no pocas ocasiones en un elemento importante para el desarrollo de las sociedades, resultando una enorme hipocresía ignorar esta realidad.
La política de inmigración, por tanto, no debe ceñirse a una mera regulación de los flujos laborales y mucho menos un exclusivo control de entrada y permanencia, sino que debe, además, apoyar los procesos de convivencia e integración, en tanto en cuanto estamos ante verdaderos fenómenos de asentamiento de población, que requieren un adecuado y justo tratamiento.
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