Sus acciones gravitan en torno a operaciones de cirugía que se filman y se emiten por satélite. Dice que cuando muera quiere que la pongan en un museo, no en un cementerio. Enfatiza que lo suyo no es masoquismo, se trata de un discurso radical que cuestiona los cánones convencionales de belleza, en un tiempo de compulsivas cirugías cosméticas, clonación y manipulación genética. Orlan es dueña de sus producciones y los médicos son partenaires a quienes ella llega a integrar en sus performances vestidos por diseñadores como Paco Rabanne, Franck Sorbier o Issey Miyake, a menudo acompañados por un intérprete de lenguaje para sordos para recordar que todos tenemos, en determinados momentos, dificultad para escuchar e introducir el lenguaje del cuerpo en el “teatro operatorio”. Su desafío es transmitir el planteamiento de que el cuerpo no pertenece a la biología, ni a la religión ni al estado.
La primera performance de Orlan fue en el año 1977, durante la Feria Internacional de Arte Contemporáneo de París. En vísperas de un simposio de performances que organizó en Lyon, en 1990, la tuvieron que intervenir de urgencia. En ese instante surgió la idea: convertir su operación en un acto efímero, registrado con cámaras fotográficas y de vídeo. En este caso todo fue casual, pero seguramente la sensibilidad propia de la artista de Saint-Étienne sufrió una convulsión frente a la espectacularidad latente en el quirófano, propiciada en esencia por el ambiente; mezcla de escenografía para un sacrificio ritual y de ópera de coreografía meticulosamente ajustada.
Luego, en una sucesión de mutaciones, invirtió el protocolo de las obsesionadas por mantener la belleza sin confesar cirugía: en lugar de negar la intervención y exhibir el resultado como consecuencia de una juventud natural, mantenida por cosméticas blandas, Orlan transmitió sus operaciones por satélite, anunciando que cada trabajo realizado sobre su cuerpo era algo así como una investigación antropológica.
Sus obras no pueden ser fácilmente asociadas por los kleinianos prêt-à-porter como productos de la reparación, a diferencia del arte de la prótesis desarrollada por Abraham Cruzvillegas a partir de la distrofia muscular de su padre, o la serie de Nazaret Pacheco; que ilustra la reconstrucción de su cuerpo —atacado por malformaciones congénitas— a la manera de un diario gráfico que incluye pernos, mapas de operaciones, grapas y modeladores de huesos. O la saga testimonial del cáncer de Hannah Wilke en su muestra “Intra Venus”; que consistía en trece fotografías de gran formato, autorretratos de la artista agonizante que incluyen cabello auténtico perdido a lo largo de los sucesivos tratamientos de quimioterapia y desechos quirúrgicos.
Orlan es una viajera trans-aparencial: sólo es posible ser otro por partes, a partir de sucesivas mutaciones-intervenciones. Cuando, mediante diversas intervenciones hizo de sí misma una especie de Frankenstein con la barbilla de Venus, los ojos de Psique, la nariz de Diana, la boca de Europa y la frente de la Mona Lisa, quería demostrar que un conjunto de rasgos considerados patrones estéticos derivan en un resultado final anómalo. La pregunta es si se trata de arte político-crítico o sencillamente pone en escena la posibilidad de que la tecnología y la ciencia, al servicio de unos pocos, negocien las diferencias en ese delicado borde que va del derecho a la integración y la no renuncia a la propia identidad.
¿Qué diferencia hay entre los productos estéticos y las ofertas de cosmética de reparación socio-racial-sexual de Colors of Benetton? Si la respuesta es ninguna, la contrarrespuesta podría ser ¿y qué? Quizá la pregunta sobre las fronteras entre lo que tiene o no valor estético parece hoy obsoleta.
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