Hay libros, pocos, que trascienden a su propia condición y se convierten en referentes. Para lograrlo hay un requisito imprescindible: se puede hablar de ellos, saber de qué van o comentarlos incluso sin haberlos leído.
“El diario de Ana Frank” es, sin duda, uno de estos libros. Se lo regalamos a nuestros hijos adolescentes, lo tenemos en nuestras casas, es de los de lectura obligatoria en Secundaria… Pero, ¿cuántos lo han leído realmente? El director de cine, guionista y compositor Ari Folman en colaboración con el ilustrador David Polonsky publicaron en 2017, con el apoyo del Fondo Anne Frank, la versión en formato novela gráfica de la historia de esta niña judía que relató en su diario los horrores del nazismo. Su propósito es acercar mediante imágenes la historia a una nueva generación de jóvenes que, según ellos, viven abstraídos en sus tabletas y sus teléfonos móviles y ya no son capaces de enfrentarse a la lectura de un libro que no es más que negro sobre blanco.
Nunca sobran libros, ni mucho menos cualquier intento de promocionar la lectura, pero lo que sí sobran son las justificaciones. La historia de Ana Frank, su diario tiene fuerza por sí sola, los jóvenes que se enfrentan a su lectura la van a entender perfectamente sin necesidad de dibujos que la acompañen. Los jóvenes están perfectamente capacitados para no llevarlos por atajos. Leamos los adultos el diario, aplaudamos que salga la edición en novela gráfica, disfrutemos de sus ilustraciones y de la estupenda labor de las personas que realizaron la adaptación, pero dejémonos de pensar que esta es la solución para acercar a los chicos y chicas a la lectura. Olvidémonos de ellos y hagámonos la pregunta verdaderamente importante: ¿Hemos leído “El diario de Ana Frank”?
