Cuando mi generación daba sus primeros pasos en esta aventura, a la par, se nos anunciaba la muerte del arte, después de las vanguardias no quedaba nada que añadir, caramba que casualidad, ¡qué mala suerte!, no era un buen comienzo.
Afortunadamente como éramos jóvenes no nos entró el desasosiego, no abandonamos. Comenzamos a observar el cadáver que nos presentaban, descubrimos que era exquisito, hermoso, incorrupto. No quisimos hacer grandes discursos ni loas del difunto, nos gustó más fijarnos en la belleza de sus huellas dactilares o en la delicadeza de los pliegues de su piel; su palidez nos permitió encontrar lunares como islas a las que viajar por la geografía de su cuerpo. Hicimos preguntas, como era de esperar no hubo respuestas, su silencio nos permitió escuchar el sonido de la vida.
Seguimos caminando y nuestros pequeños hallazgos nos dejaron elaborar pequeños relatos, sencillos poemas, quizás torpes pero llenos de verdad. Nuestro discurso se centró más en acompañar, conmover e intentar emocionar que en epatar o empequeñecer a nuestros contemporáneos. Nos gustó más hablar del primer gesto gráfico hecho en la pared húmeda de una cueva que de “capillas sixtinas”.
Ningún recorrido es fácil, el nuestro no lo fue, siempre hay bifurcaciones, y se puede escoger la equivocada. Sin embargo, la mayor dificultad que nos encontramos fue la competencia, no me refiero a la de los compañeros de viaje sino a la de una sociedad que visualizaba en unas pocas horas más imágenes que nuestros antepasados en toda su vida, y lograr que alguien detuviera su mirada durante unos breves minutos en una de nuestras propuestas era muy difícil.
Paso a paso en silencio seguimos avanzando, y cual Lázaro el cadáver comenzó a dar señales de vida, y no me cabe ninguna duda: las próximas generaciones si se alejan de la banalidad del arte espectáculo acabarán resucitándolo.
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