A todos nos gusta vivir bien, al margen de nuestra posición, sexo, raza o religión. La diferencia entre las personas normales y los canallas es que estos últimos tratan de hacerlo pasando por encima del cadáver de los demás, pero gozar de una vida regalada y sentir que las angustias de la sociedad moderna no nos quitan el sueño es un hecho común a todos los ciudadanos.
Al rey de Marruecos también le gusta vivir bien. Y como puede, lo hace, aunque apenas pase en su territorio y ejerciendo las labores de su cargo seis meses al año. Eso sí, tiene un grupo de leales que le bailan el agua y, aunque no se puede decir que delegue en ellos, sus deseos son traducidos como órdenes.
Que los habitantes del reino alauita (por la dinastía que gobierna el país desde la independencia) atraviesen penalidades es un asunto menor para los intereses de las clases dominantes en ese país. Al monarca hijo de monarca, le trae sin cuidado la situación, como se la traía a Hassan II, su padre y al que Juan Carlos I consideraba hermano de correrías.
Que los habitantes del Rif sufran la represión de los dignatarios marroquíes por defender sus derechos, sus intereses y sus tres comidas al día, no va a cambiar la mentalidad de un rey que pasa todo el día en el extranjero sin que nadie le recuerde cuáles son sus obligaciones. Por eso, los vecinos de ese territorio se rebelaron en varias ocasiones, y por eso sus demandas son relegadas y las personas que viven ahí sufren una total discriminación.
Que Marruecos detente ilegítimamente el control sobre el Sáhara Occidental, pasándose por el forro las decisiones de los organismos internacionales y sus propios acuerdos con las potencias administradoras y con su propia dignidad, tampoco parece motivo de reflexión a los aduladores de la monarquía, que como se saben gendarmes del mundo occidental juegan con los chantajes, las presiones y los flujos migratorios sólo en favor de las arcas de los más influyentes del reino.
Porque de eso es de lo que viven los poderosos marroquíes, de enviar de vez en cuando y en los momentos de tensión una oleada de subsaharianos a Europa, en colaboración con las mafias de las pateras, y de esta forma asegurarse que los del primer mundo bajen la cerviz, porque sus intereses se complementan.
Es verdad que Mohamed VI tiene una enfermedad cardíaca de la que se cuida en el extranjero. Pero su mala salud no le impide vivir bien con la certeza de que perjudica a sus súbditos, mientras aprovecha los momentos de estancia fuera del país para gozar de los mejores y más exquisitos placeres. Y por eso ya piensa en su hijo, un adolescente de quince años para sucederle. Y mientras, seguir viviendo como un rey con mala salud fuera de casa. Es lo que tiene ser un sátrapa.
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