Los golpes de Estado ya no los dan los militares. Ahora son las entidades financieras y las grandes multinacionales quienes utilizan el poder del dinero para cambiar a su antojo a los regímenes que no son de su agrado. Y, salvo excepciones, no necesitan armas, sino mecanismos de perversión democrática que usan de manera equívoca para mantener sus privilegios. Eso ha pasado en Brasil.
A los oligarcas del mundo entero no les venía bien que el Partido de los Trabajadores gobernara. Por eso, pactaron con la derecha de ese país para derrocar con razones administrativas a la presidenta Dilma Rousseff. No había corrupción, ni delito alguno, sólo un fallo de funcionamiento en las decisiones políticas para emprender una sucia campaña contra la presidenta brasileña con el apoyo inestimable de determinados jueces y sobre todo del vicepresidente Michel Temer, que lo era en función del pacto de la izquierda con el Movimiento Democrático Brasileño.
Al contrario que Dilma, Temer sí estaba incurso en varios delitos de corrupción, pero eso a los instigadores del golpe no les importaba, sino que su objetivo era la política progresista de Brasil que daba de comer a todos los pobres, alfabetizaba a los más indefensos y trataba de preservar el medio ambiente contra los gorilas de las grandes compañías agroganaderas que explotaban en su beneficio la riqueza de los bosques y expoliaba la tierra a los indígenas.
Con el apoyo de los políticos más corruptos del Parlamento, Dilma fue destituida. Se había ganado el primer asalto, pero para rematar la jugada, los golpistas tenían que impedir que Lula da Silva se presentara a las elecciones, ya que las encuestas le daban como seguro ganador. Y el antiguo sindicalista metalúrgico había sido el padre del reparto de la riqueza en el país.
Así que se confabularon con un juez que odia a Lula, Sergio Moro, que prevaricó lo indecible para llevar al banquillo al expresidente por corrupción. Lo consigue y lo condena a doce años de cárcel, lo que le aparta de la carrera presidencial.
En el clima golpista de Brasil aparece el nombre de Jair Bolsonaro, un antiguo militar que colaboró con la oprobiosa dictadura brasileña y que se encaramó a los primeros puestos de las preferencias electorales, defendiendo la mano dura con los delincuentes que ya le habían hecho el trabajo sucio.
Sin un rival de la talla de Lula, las elecciones brasileñas fueron un paripé donde se hicieron toda clase de trampas para evitar que los candidatos progresistas tuvieran apoyos en las urnas. Obviamente, ganó Bolsonaro, pero en el colmo del descrédito y del amaño político, el nuevo presidente nombró ministro de Justicia al juez que encarceló a Lula, dotándole de máximas atribuciones en el cargo y convirtiéndolo, en el fondo, en el carcelero del antiguo sindicalista.
No tendría tanta repercusión la victoria de Bolsonaro, sino fuera por la nefasta influencia de los evangelistas en Brasil. Esta religión, que se caracteriza por la negación de todos los avances científicos y cuyas arcas están muy bien regadas por los poderosos de Brasil y por las grandes multinacionales, suele ser abrazada por los brasileños más ignorantes y los delincuentes más analfabetos que hacen el sucio trabajo de los madereros que se apoderan de los bienes públicos del país.
A la comunidad internacional no le preocupa la deriva de Brasil, porque tiene bien aseguradas sus ganancias y plusvalías. Al contrario que en Venezuela, el petróleo es de un consorcio en el que también participa el Estado, pero de manera testimonial y las empresas pueden llevárselo como quieran. Ya veis que el golpe de Estado en Brasil ha triunfado plenamente, mientras las naciones miran hacia otro lado. Pero, claro, el problema es Venezuela.
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