La neurosis social y el sedentarismo

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En la imagen, una familia en su yurta, vivienda de los nómadas de Mongolia. Fotografía de archivo.
En la imagen, una familia en su yurta, vivienda de los nómadas de Mongolia. Fotografía de archivo.

Muchos fueron, y aún hoy en día son, los ilustres autores, pensadores y filósofos que practicaron y dejaron fehaciente constancia en sus obras de las bondades y excelencias del caminar.

Desde el peripatético Aristóteles, que daba clases paseando con sus alumnos (caminar con un propósito: del latín peripateo) al simbolista Nathaniel Hawthorne, que atravesaba los bosques de Massachusetts para visitar a Herman Melville. Del entusiasta Rousseau, que dejó inacabada su obra “Ensoñaciones del paseante solitario”, al pesimista Robert Walser, que nos legó en su exquisita novela breve “El Paseo” (1917) su declarado amor por la “viandancia”. Tanto es así que, de hecho, fue lo último que hizo, pues lo hallaron muerto tendido boca abajo en los nevados parajes de su Suiza natal.

Los poetas y narradores gustaban así mismo de prodigarse en largas caminatas que ennoblecían el espíritu y enriquecían la imaginación. Sabido es que siendo un ejercicio aeróbico a la par que contemplativo se estimulan ambos aspectos. En fin, nuestro acaso mejor poeta, don Antonio Machado, también nos lo glosó muy hermosamente en esas sabidas y cantadas estrofas: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar.”

La neurosis de la sociedad actual se debe principalmente al sedentarismo. La trashumancia no tolera depresiones. Por eso, aferrarse al territorio, y más con afanes arcaico-identitarios, es tan enfermizo: ¡No tenemos raíces! ¡Tenemos piernas!

¡Andemos pues! Y si es por las ramas, mejor. Así, entenderemos mejor que nuestras raíces, las genuinas, son culo de mal asiento.

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