
Como hiciera años atrás en las indispensables “Amores perros” (2000) y “21 gramos” (2003), el director mexicano Alejandro González Iñárritu estructura su tercer largometraje a partir de diferentes historias concatenadas, sucedidas en alejados lugares de un mundo global, con situaciones límite en las que afloran los sentimientos de fragilidad de unos personajes puestos a prueba.
“Babel” (2006) condensa momentos duros e imprevisibles, unidos por un vínculo de causalidad en el que ninguna acción deja de tener repercusiones insospechadas y donde el dolor iguala a personas de las más diversas culturas y clases sociales. Son retratos de personajes sin glamur y sin adulterar, exentos de esquematismo, con los pies en el suelo, y que no precisan un final feliz. Con todo, nos encontramos frente a una obra maestra que atesora ética y estética, y que habla sin tapujos al hombre del siglo XXI sobre lo que es la condición humana y sobre la sociedad que estamos construyendo.
Para comprender “Babel” es necesario extraer las claves de su sencillo título, una palabra que hace referencia a la variedad idiomática como metáfora de la diversidad humana.