Jaime Rodríguez (Oviedo, 1968) es un artista transdisciplinar, coordinador y comisario de exposiciones en instituciones públicas y privadas. Licenciado en Geografía e Historia y doctorado en Historia del Arte por la Universidad de Oviedo, se graduó en Artes Plásticas y Diseño, en la Escuela de Arte de Oviedo. Posee un máster en Arte Actual: Análisis y Gestión por la Universidad de Barcelona.
—José Ramón González: Hablemos de la compatibilidad entre sociedad de consumo y arte. ¿Cómo se justifica en el contexto presente el discurso conceptual de un creativo?
—Jaime Rodríguez: En la actualidad, arte y consumo son dos cosas totalmente incompatibles. El creativo tiene o debería tener siempre muy claro lo que ha creado como Arte y, por otro lado, lo que crea como producto de consumo. Cuando el mercado fagocita al artista, este tiene el peligro de convertirse en una cadena de montaje o factoría. El discurso sigue siendo el mismo de siempre: la idea.
—J.R.G.: En el taller del Greco sus ayudantes, siguiendo las pautas del pintor de Candía, daban salida comercial a los encargos de una clientela que hacía rentable su arte…
—J.R.: Desde siempre ha sido así. Es un mecanismo tan antiguo como la necesidad de conseguir un beneficio. Cada artista está en su derecho de ganarse la vida como quiera; pero en este caso, la finalidad de la obra es ajustarse a unos cánones impuestos por quienes consumen el producto.
—J.R.G.: El arte, un acto inherente al origen de la humanidad; consustancial a los interrogantes de la vida, a los miedos e imposibilidades, a la fugacidad…
—J.R.: Un acto inherente a la necesidad de comunicar, de emitir un mensaje a través de diferentes códigos y utilizando cualquier instrumento o medio de transmisión. En definitiva, un lenguaje usado para difundir no sólo inquietudes universales, sino experiencias vividas tanto íntimas como del entorno. El acto tiene como objetivo describir, reflexionar, despertar la inquietud o llamar la atención del receptor.
Hasta la desmaterialización más extrema cumple ese objetivo final de la obra de arte que siempre debería se el no dejar indiferente a nadie. Me viene a la memoria el salto de Yves Klein, los cuatro, treinta y tres de John Cage…
—J.R.G.: Del beso de Gustav Klimt a la Ofelia de John Everett Millais; la dicotomía entre Eros y Tánatos. ¿Te sientes amado?, ¿temes a la muerte?
—J.R.: El juego de dados de Tristan Tzara en movimiento perpetuo. El sinsentido parece considerar que explicar es entrar en un juego que reduce la vida. Simplificando ambas cuestiones, me quedo con el blanco sobre blanco de Kazimir Malévich.
—J.R.G.: De algunas conversaciones mantenidas contigo concluyo que asumes sin ataduras la levedad del ser, tanto en lo inmaterial como en el plano estético.
—J.R.: Toda existencia configura en sí misma su propio componente efímero. Citando literalmente a uno de los más grandes del siglo pasado: “No creo en la palabra ser porque es una invención humana”. Tan sólo pesa la memoria y esta es probablemente la esencia que nos ata hacia un futuro incierto.
Ese miedo es una lacra constante que irracionalmente aún no hemos sido capaces de superar. El arte es un generador de soluciones y constituye, en este proceso, una vía de escape capaz de resolver creativamente cualquier incógnita. En cambio, la estética no es más que un simple adjetivo, un determinante que responde a la necesidad innata de calificar la apariencia de todo lo que percibimos.
—J.R.G.: ¿Ars gratia artis o la insustancialidad del individuo de galería y vernissage?
—J.R.: El arte por el arte; en mi caso y situación actual, es más que suficiente. Si lo hago es fagocitado por la galería o por la demanda, ese ya no es mi problema. Este hecho sólo demuestra que el mercado tiene buenas tragaderas, posibilitando hasta la comercialización de las ideas.
—J.R.G.: Pero la genialidad sólo transita a través de límites determinados. Jamás existirá otro Arcimboldo, otro Goya u otro Van Gogh, por citar algunos nombres. Lo más parecido: emulaciones con afán de superación personal en el campo creativo.
—J.R.: Las personas tienden a confundir el genio con la mitomanía. La fascinación por ciertas obras y por sus autores se revalorizan según una cosmovisión muy frágil; por lo que la genialidad se trata de una particularidad que siempre es considerada desde puntos de vista relativos. Los límites se desvanecen en los campos creativos. Esos límites no son más que un producto del imaginario colectivo.
—J.R.G.: Si tu obra te sobreviviera, ¿preferirías que fuera tu legado o los restos de un incendio emocional?
—J.R.: Me da igual lo que ocurra después de que me muera. No creo en los legados de nadie, probablemente casi todas las obras son simples restos a los que se les ha cargado de una determinada aureola. Cada obra de arte es el producto de un proyecto en vida o de una necesidad vital. Los muertos sencillamente se corrompen al igual que sus obras.
—J.R.G.: ¿Cómo te gustaría despedirte?
—J.R.: En este momento… soñando.
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