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Es ya un reiterado lugar común, casi lindando el tópico, afirmar que el socialismo y el nacionalismo son como el agua y el aceite, términos antitéticos y que su cercanía o colaboración es un despropósito; porque los socialistas siempre han sido internacionalistas, lo cual es cierto, como sucedió en el País Vasco en el primer tercio del siglo XX, pero no supone que el PSOE tenga una relación afectiva con el españolismo a ultranza ni que socialismo y nacionalismo sean siempre elementos paradójicos en la política de este país.
Normalmente, cuando se reprocha al PSOE una relación más o menos directa con el nacionalismo, se refiere a los vascos, catalanes y gallegos y otros pueblos de España, pero no al conjunto del nacionalismo patrio, posiblemente porque las críticas sean más que interesadas y tengan como finalidad desvestir de cualquier planteamiento de amplio espectro la ideología del partido fundado por Pablo Iglesias Posse, como sucede ahora con el acuerdo de investidura, respaldado por PNV y ERC.
En la mayoría de las ocasiones se utiliza este reproche a enunciados como el Estado plural o las diferentes nacionalidades que conviven en España, habituales en la doctrina socialista desde sus inicios. No en vano el propio tipógrafo ferrolano, el primer parlamentario socialista en la historia de España desde 1910 a 1925, llegó a plantear por primera vez la posibilidad de que Cataluña se acogiera a un estatuto de autonomía, ya en 1918, criticando la miopía de la oligarquía centralista por su negativa a discutir con los catalanes la posibilidad de un régimen de descentralización para este territorio, donde ya había sentado sus reales la oposición al uniformismo puro y duro de las competencias de Gobierno.
Es verdad que muchos militantes socialistas, sobre todo a raíz de la llegada a la dirección del partido de Felipe González y su clan de la tortilla, abrazaron la causa más centralizadora del PSOE, relegando a una posición de segundo término a los sectores más federalistas, que fueron los que consiguieron imponer en el Congreso de 1979 la división en federaciones.
Que a lo largo de su historia el PSOE ha demostrado que tiene varias almas es un hecho incuestionable. Besteiro y Largo Caballero, Llopis y Felipe González, o Indalecio Prieto y Ramón González Peña son algunos de los ejemplos de posiciones antagonistas en el partido. Y eso, ni se ha acabado ni parece que se vaya a acabar, pero tampoco tiene que entenderse como una tragedia, sino como una riqueza diversificadora.
El PSOE se articula en federaciones no por otra cosa que por ser un partido federal, lejos de las posiciones más jacobinas que defienden sin pudor algunos de sus barones más destacados, sin percatarse de la contradicción perfecta que supone la defensa de su comunidad autónoma, y por tanto de su poder territorial, frente al poder decisivo de su centralidad. Por eso, las reacciones a la España plural de veteranos militantes como Juan Carlos Rodríguez Ibarra, Francisco Vázquez o el camaleónico Joaquín Leguina son más propios del síndrome del príncipe destronado que afecta a algunos niños cuando nacen sus hermanos más pequeños y les arrebatan la atención de los adultos, que de una formulación teórica mínimamente elaborada.
Que muchos socialistas no conocen la historia del PSOE parece un hecho claro. Posiblemente porque el aluvión de militantes tras la victoria electoral de 1982 les impidiera centrarse en la formación ideológica. Pero, justo hay que reconocer que quienes mantienen el espíritu del partido son aquellos que siguen la órbita del federalismo territorial como parte esencial e inalienable de la esencia del, por ahora, ahora primer partido de España.
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