La actividad humana se desenvuelve en los límites de una sociedad embebida en el paroxismo irracional, donde la pulsión vital se canaliza hacia la asolación. El creciente analfabetismo emocional deja al descubierto la imposibilidad de asumir la singularidad. En consecuencia, la agitación colectiva aboca hoy al ser reflexivo al conflicto en los procesos comunicacionales; la praxis que este desarrolla es entendida, dentro del conjunto referencial, como un silencio subjetivo utilizado con una intención dramática. Esto es, el vértigo que provoca el vacío frente al silencio objetivo, a la necesidad de no hacer ruido, de sofocar el griterío para continuar.
La observación progresiva desde la práctica psiconáutica introduce al individuo ensimismado en una exploración multidimensional; un viaje sensitivo equiparable a la experiencia de Alicia al otro lado del espejo. Pero los conflictos de magnitud espacio-temporal provocan en la persona la conmoción de descubrir su papel circunstancial dentro de la dinámica de un universo orgánico, sincrónico e inabarcable. Esta colisión conlleva además la falsabilidad del antropocentrismo, evidenciando la futilidad del homo cuadratus incapaz de superar la inmanencia terrena atrapado en un escenario de teatro del envanecimiento.
Es por esto por lo que, en un contexto donde la libertad es tan sólo una suma de posibilidades limitadas, la conciencia somática del hombre como ser arrojado al mundo manifiesta su angustia a través de la cosificación sintomática.
Ante esta incertidumbre, la imperturbabilidad bien podría ser un mecanismo provechoso a la hora de constituir el espacio humano del mundo; porque no hay que temer al destino sino aceptarlo.
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