Apenas tenía 15 años cuando conocí a Fernández Villa. Por aquel entonces vivía con mi familia en uno de los edificios que el Montepío de la minería había construido en La Felguera, una vivienda a la que habíamos podido optar debido a la condición de viuda de minero de mi abuela. En el bloque, a excepción de mi padre y el vecino de arriba, todos eran mineros y, al menos eso me parecía a mí, casi todos cortados por el mismo patrón. Hombres rudos pero nobles que reflejaban en su mirada la dureza de su profesión y que tenían como seña de identidad el no agachar la cabeza ante nada ni ante nadie. Pero toda esa firmeza física y moral se derrumbaba cuando se cruzaban con él. “El tigre”, así lo llamaban ellos, había venido a vivir a un edificio cercano al nuestro y, aunque apenas hacía vida social, era habitual verle bajar de un todoterreno enorme siempre acompañado por su guardaespaldas. Era poner el pie en el suelo y los mineros de su cuerda abandonaban las terrazas de las sidrerías de la zona para correr a adularle y rendirle pleitesía. Un saludo del capo elevaba la autoestima, el caché social y las probabilidades de tener una vida laboral tranquila y una prejubilación jugosa. Él era el jefe, todos lo sabían.
A mí se me hacía extraño que aquel tipo tan menudo despertara tanto miedo y admiración entre el vecindario. Se me hacía imposible que aquel señor de bigote copara las portadas de los medios de comunicación regionales. Hasta que un buen día descubrí la razón, hasta que alguien me contó quién era realmente “el tigre de Tuilla”, algo que no fue difícil porque todos los sabían.
Villa, su guardia pretoriana, y la fuerza de los miles de mineros a los que, con dinero y prejubilaciones, había cerrado la boca (casi a la vez que los pozos), tenían muchísimo poder. Controlaban el PSOE regional, adulteraban elecciones, ponían y quitaban políticos —desde el presidente de Asturias hasta el alcalde del pueblo más remoto, nadie escapaba a su poder—, colocaban a los suyos en los consejos de administración, gestionaban fondos y subvenciones, controlaban la formación y el empleo, intervenían en la Caja de Ahorros, influían en las decisiones de las grandes fortunas empresariales de la región, etcétera. Y sí, todos lo sabían y todos se callaban, porque colaborar con él y tener su favor era asegurarse el futuro, porque todos los que le hacían el trabajo sucio tenían recompensa, ya fuera en forma de categoría profesional en HUNOSA, de concejalía en un ayuntamiento, o de chalé a buen precio en Tapia de Casariego.
Ahora, caído en desgracia el capo, todas esas ratas han abandonado el barco, y cargan contra aquel que les mantuvo a flote tantos años, ahora todos le juzgan, todos le insultan, todos le niegan, todos fingen no haberle conocido nunca, todos, sin excepción. Desde esa abogada novata a la que tuteló hasta convertirla en consejera, o ese perito de minas al que repatrió para acabar convirtiéndolo con el tiempo en presidente de Asturias, o ese consejero que consiguió prejubilar a su sobrina en HUNOSA sin pisar la empresa más que el primer día, o ese sindicalista de raza al que le colocó a la hija en el partido y al niño en el sindicato, sin tener ni una ni otro ningún bagaje profesional, o ese otro que controlaba las tarjetas de crédito del sindicato y que se hizo rico gracias a la brillante gestión económica de las barras de Rodiezmo, o esa otra que mandó a la niña a estudiar con los gringos ”financiada” por la Caja de Ahorros.
Fernández Villa no era un ladrón que actuaba en solitario, él era un capo, y como buen capo nunca trabajaba solo ni desprotegido. De la misma manera que no podríamos separar a Vito Corleone de Tom Hagen o Clemenza, tampoco podríamos desligar la trayectoria de Villa de la de sus consiglieri. Sólo hay una diferencia, en el mundo del hampa hay unos códigos de honor inquebrantables, un honor del que los soldados de Villa carecen, porque, aunque parezca mentira, hasta para ser un mafioso hay clases. Y sí, aunque ahora lo nieguen, ¡todos los sabían!
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