Todas las monarquías son una rémora para los sistemas democráticos. Las parlamentarias, también. Porque se trata de una absoluta paradoja que la herencia por sangre sea fundamental para que se acceda a la jefatura de un Estado. No hay racionalidad posible en esta designación del poseedor de la Corona y nadie, ni siquiera los partidarios de este régimen pueden argumentar con mínimo sentido de lo justo que los reyes son el futuro de la democracia. En los tiempos en los que la Monarquía española gozaba de ciertos visos de legitimidad, los partidarios del sistema contraponían una Corona democrática como la española con una República como de la de Augusto Pinochet. Pero, claro, esas razones eran una forma de jugar con ventaja.
Ni siquiera una monarquía tan tradicional y asentada como la británica puede presumir de coherencia democrática, porque en seguida destapa espasmos autoritarios propios de una forma de estado que no es compatible con el siglo XXI, por mucho que sus partidarios coleccionen ideas y argumentos favorables a esta antigualla que es la perpetuación de un sistema anacrónico y superado.
Veamos por ejemplo el caso de Isabel II y su reacción al delito de su hijo favorito el príncipe Andrés, acusado de haber acosado a varias jóvenes para tener sexo con ellas, que ha consistido en tapar las vergüenzas al muchacho que raudo y veloz fue a esconderse debajo de las faldas de mamá para no tener que dar explicaciones a los británicos ni para comparecer ante un juez como debería ser y como tiene que hacer cualquier mortal que no tenga la sangre azul.
El príncipe Andrés, del que se dice que es el hijo más querido de Isabel de Inglaterra trató de suplir con dinero de los impuestos de los ciudadanos ingleses su posible imputación judicial y quiso evitar la cárcel o el castigo que le correspondiera con la soberbia de quienes disfrutan de condiciones económicas y de supuesto prestigio y superioridad y siempre han hecho de su capa un sayo. Si algo no cuadra, ahí está la reina madre para salvar la situación.
Casualmente, estos días se conmemora el setenta aniversario de la subida al trono de la prima Lilibeth, que ya son años, y posiblemente esta circunstancia de que toda una vida de privilegios convierte en natural y lógico las reacciones auténticamente de vasallaje, aunque tampoco el carácter antipático de la buena mujer le acarrea un plus de austeridad a su reinado, porque las inmensas posesiones de la familia real la convierten en una de las mujeres más ricas del mundo, que vive alejada de sus ciudadanos, como si no fuera nada con ellos, salvo percibir los impuestos y tasas que le corresponde por su cargo. El único malestar de los británicos con Isabel II se produjo cuando la muerte accidental de Lady Di y gracias a los poderes mediáticos salvó el momento más crítico de su carrera.
Como en todos los regímenes vinculados a la herencia monárquica, hay personas que sienten un especial sentido del masoquismo para tratar de congraciarse con los reyes, que no van a mirar para ellos en la vida. Pero ya conocemos por experiencia como son los súbitos de las coronas. Con motivo del acto de celebración de los 70 años de reinado, un numeroso grupo de leales pasaron toda la noche sin dormir en las inmediaciones del palacio de Buckingham con el fin de reservar un lugar preponderante para ver a la reina.
Ejemplos patéticos como los que protagonizan algunos adolescentes cuando compran entradas para un recital de su cantante favorito no son propios sólo de súbditos de baja extracción social sino incluso de supuestos personajes de gran influencia en la sociedad. No me extrañaría que reclamaran a gritos una relación sexual con el príncipe Andrés para hacer gala de su glamour. Con el permiso de la reina madre, por supuesto.
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