Acaba de terminar el juicio de los inventores de la Superliga europea de fútbol contra los mandamases de la UEFA, que les impiden poner en marcha este trofeo, que no es otra cosa que una lucha despiadada por el negocio del balompié en Europa y en el mundo entero entre dos poderosísimos fondos de inversión que quieren llevarse calentito el dinero de los ciudadanos por un espectáculo que en su día fue deporte y hoy es una carrera entre avispados hombres de negocios por llevarse el balón, pero, sobre todo, la recaudación.
Lo curioso es que, según los tipos que juzgaron esta pelea de gallos, no habrá sentencia hasta el año 2023, para lo que queda aún unos cuantos meses, por lo que en este interregno, los avalistas de unos y otros se seguirán insultando y buscándose la vida para poder copar el multimillonario premio de hacerse con los derechos de organización o, en todo caso, para repartirse el superávit que plantean.
A los que nos gusta el fútbol pero nos repele el negocio cuasi mafioso que genera no nos importa quién se queda con el truco del almendruco sino ver los partidos entre grandes equipos europeos y gozar del espectáculo de los goles y de las jugadas irrepetibles. Pero, dicho esto, el que escribe se da cuenta de que acaba de hacer héroe a Perogrullo, porque para este tipo de negocios, donde los futbolistas y los intermediarios cobran comisiones suculentas, es preciso que alguien se invente un negocio y que rinda suficientes cuentas.
Quién les iba a decir a aquellos ingleses que inventaron la patada al balón a finales del siglo XIX que su diversión iba a convertirse en un sucio negocio en el que el dinero es más importante que el deporte tratando de tener atontada a la afición para que ponga la pasta en las plataformas televisivas y propagandísticas que les permitirán unos extraordinarios beneficios a los presidentes más listos de los clubes deportivos.
Porque la pelea entre equipos europeos, la UEFA, la FIFA y el sursuncorda no es más que una huida hacia adelante de equipos multimillonarios a los que les han puesto el corsé del dinero que les corresponde por participar en torneos deportivos continentales y de escala global. No es que ganen poco, es que quieren llevarse el santo y las limosnas, que existe un yacimiento de negocio, que diría un cursi, por el que los bolsillos del personal pueden multiplicarse de manera exponencial.
A los presidentes de los equipos de fútbol que pugnan por la autodeterminación de sus competiciones les gusta este deporte como a mí hacer parapente en traje de baño, porque no les interesa el espectáculo sino la pasta que conlleva y la popularidad que les proporciona y que supone un plus añadido de ingresos económicos. Por eso ni Florentino Pérez —presidente del Real Madrid— ni sus colegas de la Juventus o del Barcelona te explicarán convincentemente por qué apuestan por la Superliga contra la Champions League, ya que se les ponen los ojillos como cajas registradoras. Y casi lo mismo habría que decir de la UEFA, aunque en su defensa es verdad que llegaron antes al negocio.
Pues entonces hasta 2023, sin concretar el mes, por supuesto, no vamos a saber nada de esta ruleta rusa para hombres de negocios que no es que tenga un interés inusitado en la resolución, salvo la mera curiosidad masculina que me persigue y hasta que alguien dé con el mazo en la mesa y diga eso de “a por la sentencia”, asistiremos a varias intoxicaciones empresariales y a algunas diatribas periodísticas de los que siempre escriben para contentar a su amo a cambio de algunas que otras migajas en forma de exclusivas. Y es que no tenemos remedio.
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