Si la crónica de la victoria de Giorgia Meloni en las elecciones italianas se contara como la retransmisión de un partido de fútbol habría que comenzar diciendo que la vencedora de los comicios avanza por su banda en su condición de extrema derecha a toda prisa, sin que nadie en la banda izquierda sepa frenarla, posiblemente por el desconcierto ocasionado por el desprestigio y la inanición de las fuerzas progresistas.
Y efectivamente, la dirigente ultraderechista ha llegado a donde ha llegado merced a la incompetencia y a la dejación de los partidos de izquierda que, desde la autodestrucción del Partido Comunista, ha caído en una pendiente peligrosamente devastadora y de la que no parece, a corto plazo, rehabilitarse porque tiene las constantes vitales en una situación extremadamente agónica.
Es verdad que en Italia la extrema derecha siempre ha tenido cierto poder de seducción. Ya ocurrió con Benito Mussolini, pero también con el Movimiento Social Italiano (MSI), que en los años setenta fue el contrapunto de la entonces hegemónica izquierda. De esta fuente bebe la nueva primera ministra, que corrió sus primeras carreras con el partido misino y su líder Giorgio Almirante. Pero también la izquierda fue mayoritaria en el país transalpino en la década de los años setenta del siglo pasado, con el eurocomunista Enrico Berlinguer como su figura más destacada.
Pero como el PCI tenía como tope la llegada al Gobierno, los sucesores de Berlinguer decidieron reinventarse y en su obsesión por la modernidad olvidaron su programa, su condición de comunistas, su historia y hasta su emblemático nombre y siglas. Merced a la tontería de Achille Occhetto, Massimo D’Alema y Giorgio Napolitano, el Partido Comunista se tornó en Partido Demócrata y dejó la organización en las manos y el cerebro de los burócratas más grises del partido.
Los comunistas italianos se avergonzaron de su historia y, contrariamente a la derecha española, se emboscó en Partido Demócrata, con el resultado de un fracaso absoluto, lo que no ocurrió con el neofranquismo hispano que se autodenominó Partido Popular para hacer olvidar su pasado político y eludir sus diferentes opciones ideológicas conservadoras.
En Italia, sólo quedaron los nostálgicos de Rifondazione Comunista, como los últimos guardianes de las esencias de la izquierda, mientras los que en su día fueron mayoritarios eurocomunistas vegetaron como avergonzados socialdemócratas en el Partido Demócrata, pero se llevaron el tarro de las esencias y dejaron a los herederos de Fausto Bertinotti como los decrépitos prosoviéticos.
Los excomunistas del PD llegaron a gobernar, tras haber protagonizado una historia de viejas traiciones y navajazos con los populistas del Movimiento 5 Estrellas con Giuseppe Conte a la cabeza. Y mientras la inmadurez de este último partido y la indolencia de Matteo Renzi y Enrico Letta, en los nuevos demócratas, fracasaba una vez más, dejaron el camino expedito a Fratelli d’Italia, la formación de extrema derecha de Meloni.
O sea que, de aquellos polvos, estos lodos. Giorgia Meloni, Matteo Salvini y Silvio Berlusconi lograron superar inconvenientes y desuniones y ganaron las elecciones con una gran mayoría. La izquierda todavía está llorando por las esquinas y pagando sus inhibiciones con los gobiernos de Mario Monti y Mario Draghi, procedentes de los bancos más especuladores del mundo financiero. Y así estará en el Gobierno una y otra legislatura, hasta que la izquierda se reinvente, si es que alguna vez tiene interés en hacerlo y si se lo permiten las tres fuerzas oscuras de Italia: la Mafia, el Vaticano y los servicios secretos. Meloni seguirá corriendo por su banda hasta que se canse.
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