Esta no es la primera novela póstuma que leo; hace años experimenté algo similar con el vasto y fastuoso “2666” de Roberto Bolaño. Obras que saben a poco, que se degustan y desgastan con la tensa calma y la prisa contenida de saber que a cada página leída se acaban. Pero no del mismo modo que se acaban dejándonos a menudo huérfanos de aquellas historias, sino huérfanos literalmente y para siempre de sus obras. Los sorbos a una botella cuyo licor no deseas agotar, a sabiendas de que no solo se agota la botella en cuestión, sino todas las que están por llegar.
No obstante, abordé a Almudena Grandes con una tristeza real, casi familiar. Porque, en gran medida, mi compromiso con la divulgación de nuestro pasado reciente, el del golpe de Estado que desencadenó la última guerra y la dictadura posterior, caída con la muerte del tirano, justo el año en que fui gestada, se forjó leyendo sus “Episodios de una guerra interminable”.
Y porque el diagnóstico de su enfermedad, su evolución y su cruento desenlace coincidieron en tiempo y forma con la enfermedad, la evolución y la muerte de mi propia madre.
La maldita pandemia fue una jodienda para todos; para algunos, fue devastadora. La pandemia se llevó mucho más que dos años de nuestra vida; a algunos nos lo arrebató todo.
Sin embargo, embarcada en la lectura de sus páginas, no he dejado de preguntarme si acaso Almudena, desde ya la Grande, habría sido capaz de imaginar y relatarnos una sucesión de historias mínimas tan verosímiles como las que se nos ofrecen, de no haber vivido lo suficiente para conocer la crisis mundial de la COVID-19 que, obviamente, la inspiró.
Vi escrito no recuerdo dónde, hace ya algún tiempo, una frase que en aquel momento desprecié por expeler cierto aroma conspiratorio. Durante la pandemia, me propuse alejarme cuanto fuera posible de cualquier fuente dudosa y con esto de la posibilidad de caer víctima de la paranoia negacionista. Digamos que me fue más conveniente creer a pies juntillas, incluso asumiendo consciente el riesgo plausible de que en todo relato hubiera una parte más o menos fabulada. De estar siendo engañada institucionalmente. A nivel global.
Y así fui en lo sucesivo creyendo a los medios, a los sanitarios, a los políticos, a los expertos, a los científicos, aunque a veces emitieran mensajes tornadizos e incluso contradictorios.
Por eso, cuando leí: “La pandemia nos ha enseñado lo sencillo que resulta confinar a toda la población”, atribuí esa afirmación a alguien apocado y suspicaz. El tipo de persona que no se fía de nada ni de nadie. Que sospecha de todo y de todos. De esos que se tiraron la crisis sanitaria dando por culo como si cada uno de nosotros no tuviéramos bastante con lo propio. Y no le di el valor que, ahora ya sé, entonces tenía. No en vano, mi mayor temor, por no decir mi único temor, es vivir con miedo. No me asusta la muerte, sino llegar a temer a la muerte. No me asusta nada que pueda advenirme, sino vivir atenazada por cual sea eso que me atenaza.
Almudena Grandes vivió lo suficiente como para conocer de primera mano las mascarillas, el confinamiento, los aplausos colectivos a los sanitarios, la desescalada y aquellos turnos por franjas de edades para salir a la calle. Vivió lo suficiente como para llegar a experimentar incluso la nueva normalidad.
Esto debió provocar en ella una sacudida tal que abandonó, sin haberlo acometido aún, el desarrollo de “Mariano en el Bidasoa”, título que venía a completar la colección-homenaje a Pérez Galdós y a los parias perdedores de la guerra fratricida a los que Dios había abandonado, y cuya sexta y última entrega esperábamos, ahora ya desesperanzados, como agua de mayo. Aparcó a un lado esa suerte de justicia literaria dispensada a través de cada bellísimo personaje imaginado, hecho de hechos reales, hecho de ficción.
Me estremezco recordando a Inés y a Galán; a Nino y a Pepe el portugués; y a Manolita, y a Guillermo, y a Germán y a María…
Y lo hizo para embarcarse en un libro que, con las tapas palpitando calientes sobre la mesa donde lo dejé ya cerrado, sin marcador y las lágrimas secándose en mis mejillas tras ese último capítulo de apenas treinta páginas escrito con tanta torpeza como dignidad por su ahora viudo, García Montero, con las indicaciones que esta, en la fase terminal de la enfermedad, le iba dictando, se me antoja de un romanticismo y de una tristeza tal que soy incapaz de dejar de llorar.
Una historia, esta, tan premonitoria que no puedo más que estremecerme en una desazón de la cual no logro desprenderme.
Sería tan sencillo. Bastaría con un megalómano multimillonario de la talla de Don Amancio Ortega, conocido como el Caballero; una especie de adalid salvador de la patria, un visionario adorado por el pueblo y benefactor equilibrista de los impuestos, que tan pronto explota a los niños de una fábrica en un suburbio de Dhaka como surte de máquinas carísimas para detectar el cáncer de los niños en Madrid.
Alguien con los fondos suficientes como para financiar a los mejores científicos, capaces de sintetizar y distribuir sin demasiado esfuerzo un virus o varios. Y sus antídotos.
Alguien con los fondos suficientes como para contratar a los mejores informáticos, capaces de tumbar Internet y administrar el acceso a determinados usuarios.
Un empresaurio o un grupo de ellos, sin escrúpulos, capaces de fabricar políticos a medida y los mantras perfectamente diseñados que estos deben inocular a una ciudadanía manipulable, desafecta, hastiada de tanta promesa incumplida y de tanta corrupción. Controlar los medios, repetir una y otra y otra y otra vez las mismas noticias teatralizadas en distintos canales, insuflando inseguridad. Odio. Recelo.
Subordinar a las actuales policías del Estado a las órdenes de los vigilantes de seguridad y matones de discoteca.
Y ya está. No se necesita nada más para hacer del neoliberalismo la nueva religión, si no lo es ya. Rentabilizar al máximo nuestras controladas libertades, obligándonos a consumir lo que ellos nos digan, dónde y cuándo ellos nos digan. Hacer de la educación y de la sanidad no bienes públicos sino productos de mercado. Un simulacro de vida controlada donde únicamente se nos permite ser felices. Donde directamente se nos impone ser ostensiblemente felices. Y donde las diferencias entre una minoría privilegiada y los millones que conformamos la masa todavía están más acrecentadas.
Esta será la última novela de Almudena Grandes que os emplace a leer, pero quizás la más necesaria. Así que, por favor, ¡abrid bien los ojos! Porque nada, por mucho que nos digan, absolutamente nada va a mejorar.
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