
Siento auténtica pasión por el fútbol y en esta ocasión no voy a ver el Mundial de Qatar. ¿Por qué? Porque por delante de mis aficiones siempre estarán mis convicciones.
Ver la Copa del Mundo de Fútbol 2022 sería convertirme en cómplice de una dictadura criminal que persigue y castiga la homosexualidad, que reprime y anula a la mujer, que contrató para construir las instalaciones del evento a más de 30.000 migrantes —provenientes de países como India, Pakistán, Nepal, Bangladesh o Sri Lanka— que trabajaron en un régimen de esclavitud, en unas condiciones tan inhumanas que se llevaron por delante la vida de 6.500 de ellos. El gobierno qatarí permitió hasta hace poco el sistema de kafala: el obrero no puede cambiar de trabajo ni abandonar el país sin permiso de su empleador, que puede en cualquier momento cancelar su permiso de residencia y dejarle como un ilegal en riesgo de ser deportado.
Y todo esto ante la indiferencia de gobiernos y federaciones que, untados hasta la médula, han preferido mirar hacia otro lado porque poderoso caballero es Don Dinero, algo de lo que va sobrado el régimen de los Al-Thani.
Si el fútbol profesional ya hace tiempo que es un negocio bastante sucio, con este mundial se han traspasado todos los límites.
Cuando empiece a rodar la pelota, lo hará manchada de sangre, sufrimiento y podredumbre. No voy a ser yo el que, poniéndome delante del televisor, ayude a estas mafias a enriquecerse aún más. Conmigo que no cuenten.
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