
Nos educan para mirarnos en los espejos deformantes de los ojos que nos ven y no para volver la vista hacia el interior, ese lugar en donde se encuentra lo que somos: seres únicos, singulares e irrepetibles: diferentes.
Nos educan para que adquiramos hábitos comunes, normalizados y consensuados en una caverna de intereses ocultos que trivializa nuestras potencialidades individuales —ganadas a base de estudio y de esfuerzo—, convirtiéndonos a todos en una masa moldeable al gusto por los detentadores del poder de turno.
Nos educan para que seamos ciegos o para que todos saquemos las mismas conclusiones sobre lo que acontece a nuestro alredor y no haya posibilidad alguna de escapar del sistema que nos convierte en eslabones de una maldita cadena, que nos arrastra a la idiocia, al abismo y al desconocimiento más supino.
Nos educan para que no razonemos fuera de lo estipulado, de lo previsible, de lo aconsejado, y seamos dóciles a las órdenes que emanan de la cúspide que nos encarcela en una burbuja acristalada de mentiras, que se sostienen unas a otras con aberrantes códigos de conducta y conforman eso que llaman sociedades o pueblos diferenciados.
Esto trae consigo una clonación de las ideas y de las pautas de comportamiento, de tal manera que los que no son como nosotros son enemigos, no son de los nuestros, sólo son los otros, y hay que atacarlos o denostarlos o matarlos si procede y se nos ordena.
Y es hora, siempre lo fue realmente, de que salgamos de ese bucle, de esas redes, de esa eterna condena, y comencemos a pensar de manera diferente a la impuesta, aunque nos juguemos con ello la vida. No importa. De todas formas, nos eliminarán cuando proceda, pero, al menos, viviremos rodeados de nuestras propias conclusiones y no con las elaboradas por algoritmos diseñados para convertirnos en manadas adiestradas para esto o lo otro.
Tírese al monte. Y en la soledad de la poca o mucha arboleda que haya podido plantar usted mismo, atrévase a diseñar un mundo a su antojo y al albur de su propio albedrío.