Qué pronto olvidamos aquellas cuestiones que no nos afectan en nuestra hacienda o en nuestro cuerpo directamente; ahí están los estragos de los terremotos en Siria o en Turquía, que apenas son noticias ya.
Sé que el cerebro funciona así para liberar espacio, pero, también, que nos educan de esa forma para que no vayamos a lo esencial sino a lo banal, a lo accesorio e incluso a lo ridículo a veces. De esa manera nos controlan mejor, nos mantienen en un limbo en el que nos convertimos en manadas pastoreadas por una creencia, una ideología o una bandera. De ahí nacen entuertos —por poner tres ejemplos capitales— como el de Occidente contra Oriente, el de un territorio contra otro que al final permite trazar vallas y alambradas en el campo o en la mar, y ese otro asunto que desde tiempo inmemorial mantienen enfrentados a los seguidores de alguna de las tres grandes religiones monoteístas: el judaísmo, el islamismo y el cristianismo. Con cualquiera de esas tres materias, un dios, una patria o un símbolo —una bandera—, se han matado otrora y seguimos matando a diario, a innumerables seres humanos y nos quedamos tan panchos. Si a ello le adicionamos las supuestas y absurdas diferencias (ese eufemismo irracional) entre los individuos por razones de raza o género, tenemos las salsas adecuadas con las que elaborar las paranoicas argumentaciones para agredir a la otredad, para quitarla de en medio cuando interesa económicamente a uno de los sectores en liza.
Y si nos detenemos un poco a pensar, todas ellas son una quimera para no afrontar algo esencial que debiera estar por encima de todas esas argucias: la igualdad de la que debiéramos ser portadores por el mero hecho de haber nacido. Pero, pensar, y mucho menos divulgar, nunca estuvo de moda. Como te descantilles, te salgas del marco o de lo estipulado en cada lugar de influencia por cada una de esas “verdades” maniqueas, serás tildado de ateo, de ir en contra de las creencias —irrefutables dicen, que “manda huevos”— o de las sacrosantas costumbres del lugar.
Por el no cumplimiento de esos preceptos impuestos por los patriarcas de cada cosa —políticos, religiosos o económicos—, cualquier régimen puede matarte si lo considera pernicioso o atenta contra su política de sometimiento. Incluso por la nimiedad de escribir esto que ahora digo. Incluso por eso, por pensar. En fin…
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