
Febrero de 2022 vino a convertirse en la espoleta de un mes fatídico que se coronaría con la odisea de un calamitoso año, al acabar el febrero de 2023 que ayer finalizamos, y que aún arrastra en su conjunto la pena sin desahogo posible de los incontables —y en muchos casos ni constatables— cientos de miles de muertos, cuyos cadáveres jamás serán encontrados, porque buena parte de ellos han sido empaquetados como se hace con las bolsas de basura, en zanjas y trincheras cavadas ex profeso, para ocultar de la vista tanto muerto inoportuno que daña la mirada y la conciencia de quienes tienen ambas cosas, que no son todos.
Porque, todos esos muertos y los que quedan por llegar, que no serán pocos, tienen una misma génesis, han sido asesinados por la avaricia y el imperialismo de algunos que se enzarzaron en una guerra fratricida como todas, cainita e inaceptable desde cualquier punto de vista, y no hablemos en momento alguno de ética, porque tal cosa no existe en las grandes transacciones con las trazas propias del vil comercio o por la falta de celo de quienes construyeron viviendas sin acatar las necesarias normas de sismorresistencia, adaptadas al territorio en que se edificaron tanto en Siria como en Turquía.
Algunos pensarán que tienen muy mala hostia los dos últimos febreros transitados. Pero, no. El tiempo y los calendarios que utilizamos para medir el paso de las horas sólo son instrumentos contables para explotarnos mejor en la cadena de valor que rige el gobierno del orbe. Sólo eso. Lo que sí es cierto en ambos casos es que la guerra por un lado y los sismos por otro dejan un rastro, un camino, una vereda nítida que lleva al mismo lado, al castillo en donde se esconden quienes gobiernan el mundo y a sus ignominiosos, negros, deleznables y sangrientos negocios. Al sufrido pueblo, como siempre, que le den. Eso es todo.