El sumidero de la democracia sionista

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La sociedad israelí protesta contra la reforma judicial de Netanyahu. Fotografía: Tsafrir Abayov.

La presente crisis del régimen de Israel no es casual ni obedece a un proceso de generación espontánea, sino que viene fraguándose desde hace muchos años como consecuencia de la deriva dictatorial de los diferentes gobiernos de la que pomposamente se autodenominaba la única democracia en Oriente Próximo, aunque los regímenes de libertades no asesinan a mujeres y niños sólo por ser de otro país ni invaden territorios que no les pertenecen, salvo para sus obsesionadas mentes con su vengativo Jehová. Es la democracia sionista.

Desde que Israel se configuró como Estado en el año 1948, su idea de país era la de aumentar considerablemente su superficie y restar territorio a otras naciones, especialmente a los palestinos, muchos de los cuales tuvieron que emigrar, ya que los ideólogos del nuevo Estado imponían sus criterios por la fuerza bruta. Y desde entonces, Israel no ha cesado de robar terreno para que personas judías procedentes de otros países se asentaran en su tierra de promisión. Así crearon colonias, tras destruir las casas de los árabes que allí habitaban y levantar verdaderas fortalezas con vigilancia armada, a pesar de los constantes requirimientos de Naciones Unidas para que volvieran a los límites fronterizos anteriores a la guerra de 1967.

Y lo hacen porque el Estado terrorista de Israel bebe de las esencias del sionismo; una doctrina expansionista creada por el judio austrohúngaro de origen polaco Theodor Herzl en la segunda mitad del siglo XIX que tiene como objetivo fundamental la creación de un Estado sólo para judíos y donde se preserven las culturas religiosas y culturales de esta raza. Los que antes vivían en esas tierras son expulsados violentamente y aquí no ha pasado nada. El nacimiento del sionismo está vinculado con las continuas persecuciones que vivían las personas pertenecientes a este colectivo que históricamente fueron reprimidas en numerosos países europeos, entre ellos España.

La creación de Israel comenzó bajo los cánones de una estructura política de contenidos democráticos, pero poco a poco y con la complacencia de las grandes naciones y de los lobbies sionistas del mundo entero se perpetró un régimen autoritario que castigaba a los que pertenecían a otros credos o eran simplemente agnósticos. La permisividad occidental, acrecentada por los sufrimientos del pueblo judío durante el Holocausto, envalentonó a los líderes del nuevo Estado que poco a poco pasaron de víctimas a verdugos, comprando con dinero e influencia política las voluntades de los más débiles y necesitados de recursos.

En los últimos años, la degeneración del Estado de Israel quedó bien clara, no sólo con el sojuzgamiento del pueblo palestino y la negativa a asumir las resoluciones de Naciones Unidas sobre los dos estados, sino que fue aumentando gradualmente con la proclamación del Estado judío, que convertía al país en un centro de fanatismo religioso donde los rabinos y los ultraortodoxos marcaban la pauta y arrinconaban cada vez más a la sociedad civil.

No es de extrañar, pues, que ahora el Gobierno de Benjamín Netanyahu, el más racista y ultra de todos los que ha tenido Israel, haya planteado la necesidad de que la justicia del país se pliegue a los intereses del Ejecutivo poniendo en marcha una reforma que convierte a los jueces, en la práctica, en sicarios con toga de la política más atrevidamente sionista. La respuesta civil ha sido dura y hasta el ministro de Defensa se opuso a esta barbaridad, pero, aunque fue cesado de forma fulminante por Netanyahu, este no tuvo más remedio que aplazar temporalmente la reforma.

No es de extrañar tampoco el escepticismo del sionismo más duro contra la Justicia nacional, pues fueron jueces los que detuvieron la subasta de un kit de tatuaje que utilizaron los nazis en los campos de concentración, que el Ejecutivo autorizó posiblemente para sacar dinero y entregárselo a los activistas por el imperialismo de esta ideología, lo que escandalizó a las personas de buena fe, pero mantuvo insensibles a los responsables del Estado judío.

No todos los israelíes están a favor de la política criminal de su Gobierno ni aprueban los métodos del Mossad, el poderoso y terrorista servicio secreto judío, ya que entienden que un pueblo tiene que estar en paz con sus vecinos y no robarles la tierra, pero les repugna enormemente que los gerifaltes del país utilicen el horror del nazismo para hacer caja con ello después de haber obtenido importantes réditos políticos. Lo cierto es que la que se dice única democracia de Oriente Próximo se ha convertido en una auténtica cloaca.

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