Egoísmo político y barones temblorosos

6 de junio de 2023

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El socialista García-Page charla con el líder popular Núñez Feijóo. Fotografía: Juan Carlos Hidalgo.

El felipismo parió una concepción de las baronías consistente en presidentes de comunidades autónomas del PSOE los cuales, sin mostrar en extremo un libre albedrío, si querían salir en la foto no podían moverse en exceso; una norma impuesta por Alfonso Guerra que no evitó que éstos actuaran como señores en sus propios reinos de taifas, para mayor honor y gloria de los intereses del partido. No todos los responsables de las autonomías socialistas llegaron a ser barones, pues había también jerarquía de clase en este apartado, pero sí los hubo muy representativos en territorios como Andalucía, Extremadura y Castilla-La Mancha. Si hasta el mismísimo Joaquín Leguina, en sus mejores tiempos, llegó a pertenecer al gremio de los barones…

Había una relación de simbiosis entre los barones y el aparato del partido, que interactuaban en beneficio común y si algún problema interno había, ya se encargaban los órganos correspondientes de subsanar el desacuerdo porque la dirección de la organización tenía la autoridad suficiente para hacerlo. Apenas existieron roces y los que hubo se resolvieron de manera satisfactoria.

A medida que el centralismo socialista se fue disolviendo y Alfonso Guerra perdiendo influencia en la organización, el concepto de barones se fue transformando en líderes regionales que tenían más como objetivo permanecer en sus puestos que facilitar la hegemonía del PSOE en la sociedad española. Surgieron así una especie de divergencias no del todo escenificadas que pusieron de manifiesto esta evolución de los poderes, siempre sobre la base de que el partido tenía un claro componente federal que no excluía cualquier amalgama de propuestas.

En los últimos tiempos, comenzaron a significarse los barones socialistas a los que la política general de pactos y las decisiones del Ejecutivo no les venían bien para consolidar su poder en las urnas y su influencia en los territorios. Coincidía con la etapa en la que aparecieron nuevos partidos y el caladero de votos dejaba de estar claramente en el centro. Bastantes barones se pusieron temblorosos y trataron de condicionar las posiciones políticas del presidente del Gobierno. En las últimas elecciones esta práctica llegó al paroxismo.

Era patético contemplar cómo dirigentes políticos ya adultos y con espolón pedían al presidente Pedro Sánchez que rompiera los acuerdos con Unidas Podemos o dejara de votar conjuntamente con EH Bildu. El aragonés Javier Lambán, el extremeñ​o Guillermo Fernández Vara y el castellanomanchego Emiliano García-Page fueron algunas de estas plañideras. El argumento consistía en subrayar que esas políticas restaban votos y que iban en detrimento del PSOE, pero en el fondo se trataba de un vulgar ejemplo de egoísmo político.

Al final, Lambán y Vara se han quedado fuera del cenáculo de los dirigentes autonómicos y aunque ellos piensen que no fueron culpables de su derrota hay indicios claros de que perdieron el favor de los ciudadanos, por errores suyos o porque la oposición de derechas supo jugar mejor la partida y perdieron toda posibilidad de contar con socios de gobierno. Lamentable y deprimente fue el caso de Aragón, donde cuatro partidos de izquierdas que fueron por separado no obtuvieron representación, cuando juntos hubieran podido salvarle el culo al jefe del Ejecutivo autonómico.

A mí, personalmente, no me molesta que un barón socialista con criterios propios y autonomía política pueda sacar adelante su propia política, pero me irrita sobremanera ese victimismo de algunos que quieren que el partido que les apadrina cambie sus posiciones políticas y de alianzas para no entorpecer su renovación en las urnas. Sería lógico que esos reyes de taifas fueran a las votaciones sin el paraguas de su partido y se enfrentaran solitos y sin escolta al veredicto de los ciudadanos. Entonces tendrían mi reconocimiento. Ahora, sólo tienen mi indiferencia más absoluta.

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