Eso de que el ‘tiktoker’ Naim Darrechi es un matasiete, nadie lo cuestiona. Hay que ser muy, muy bocazas para soltar durante una entrevista con el youtuber Mostopapi la siguiente perla: «Soy estéril. Tú tranquila, que yo me he operado para no tener hijos», a fin de que sus parejas sexuales no pongan objeciones a eso de que al chaval no le vaya usar condón.
Alguien debería explicarle, eso sí, la diferencia entre hablar con tus cuatro colegas comiendo pipas en un banco del parque y hacerlo en internet para veintisiete millones de seguidores.
Al final, Darrechi pidió disculpas y eso le honra. Otra cosa es que te creas su descargo bajo la media docena de filtros de belleza que TikTok te da a elegir y esas caritas “pose de influencer” tan artificiosas que hacen a una dudar entre si perdonarle el error o acabar con su sufrimiento de una vez por todas.
Ahora en serio: todos merecemos una oportunidad. Algunos, varias. También digo que habría que habernos escuchado a muchos de los que ayer le condenamos con esa superioridad moral que otorga la experiencia, cuando teníamos su edad. ¡Anda que no desbarrábamos en los 90!
No, no te esfuerces en decirte a ti mismo que a los diecisiete eras ya un hombre o una mujer hecha y derecha; media docena de sesgos de percepción distorsionan tus recuerdos para acomodarlos al —elevado— concepto que tienes de tu propia persona. No te preocupes, es algo natural. Nos ocurre a todos. Recuerdo con nitidez cristalina que con dieciséis empecé a trabajar como una curranta en una perfumería del barrio de La Calzada (Gijón). Lo que tengo más emborronado es aquella primera juerga de verano en Jove; la cogorza que pillé –me dormí tirada en el ‘prau’ de las fiestas mirando las estrellas–, despertar con el sol y no aparecer por el trabajo. Fue mi madre, con la que por entonces discutía cada día, quien tuvo que ir a dar explicaciones a la tienda. Fue mi madre, y nunca se lo agradecí, quien dio la cara por mí.
A nosotros, seamos honestos, nos salva justo lo que condena a Naim Darrechi y sus coetáneos; antes no había redes sociales ni teléfonos móviles donde inmolarse, mostrarse vehemente, ofensivo, vanidoso u obtuso, donde, en definitiva, inmortalizar nuestra idiotez.
Con cuarenta y siete continúo errando, ¡madre mía, vaya que si yerro! Me llega a pillar en plena juventud la vorágine de las redes sociales, la comunicación instantánea o el universo multimedia y ya te digo yo que hubiera sido carne de cañón: directamente gasolina y fuego.
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