Vivimos entre los intersticios de grandes quimeras construidas hace milenios y aceptadas por todos como normas sin fecha de caducidad, perennes, como las hojas de algunos árboles con ínfulas de eternidad, pero, que, tal que ellas, también se convertirán en arena cuando corresponda, y serán sustituidas por otras entelequias que les harán el relevo en el asunto de guiar a la humanidad, o manipularla y controlarla, que viene a ser lo mismo.

No es fácil transitar por esos misterios sin que sus hechizos nos epaten; son ya demasiados años impartiendo cátedra a los cuatro vientos y reinando sobre el pensamiento de los hombres, como para que sean expulsadas del paraíso que ellas mismas construyeron secularmente con paciencia de orfebres.

Para colmo de males, ahora hemos inventado la inteligencia artificial (IA), que siendo útil en muchos menesteres —como se está demostrando— , arrinconará aún más nuestra capacidad para pensar, para conformar ideas sin patrones establecidos ad hoc, de corte distópico, dejando al pairo la creatividad, ese elemento necesario e imprescindible que, hasta ahora, permitió al ser humano progresar y desarrollarse como individuo.

Cada vez nos parecemos más a los espectadores de “El mito de la caverna” de Platón, esa célebre alegoría de la filosofía occidental que mantiene atado nuestro comportamiento a una visión determinada del mundo, establecida por los de siempre, esos que hemos venido a definir como los poderes fácticos.

Y ahí, se diga lo que se desee, es donde está el epicentro del gobierno del orbe. Lo demás son fárragos y monsergas.

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