La superioridad moral de las naciones más poderosas, que creen estar por encima del bien y del mal, genera retorcidos ejercicios de soberbia y nepotismo así como execrables conductas segregacionales por el color de la piel o por la escasez de recursos económicos. Para ello, hacen uso de su tradicional clasismo en contra del sentido común y de la equidad.
Ese es, indudablemente, el caso de Reino Unido, una nación orgullosa de su decimonónica actitud discriminatoria y que no se mezcla con otros países ni con individuos de inferior categoría, salvo para sacarles los cuartos o para expoliar sus riquezas naturales. A lo largo de la historia, los ingleses han sido verdaderos maestros en el arte de despreciar al resto de los mortales que, por supuesto, nunca estarán a su altura.
El último ejemplo de la superioridad británica ha sido su decisión de trasladar a Ruanda, en el corazón de África, a todos aquellos ciudadanos extracomunitarios que soliciten ingresar en el país europeo y que sea el títere que gobierna en Kigali el que decida quién puede acceder al paraíso inglés o quién tiene que largarse con viento fresco a otra parte. Y eso lo decide Ruanda, que para eso es un país de segundo orden.
La idea inicial fue del exprimer ministro Boris Johnson, que fue obligado a dimitir por juerguista y mentiroso, pero fue su sucesor Rishi Sunak quien asumió esa tesis. El político conservador Sunak es un tipo de ascendencia india que es el típico cobrizo que aspira a ser pelirrojo y que tiene un enorme complejo de inferioridad por no pertenecer a la raza aria, por lo que se arrastra en consideraciones y razones políticas que tienen un claro componente racista.
Creen los británicos que por haber hecho de Australia una cárcel inmensa a la que mandaban a los delincuentes que trataban de vivir como los aristócratas de Westminster, pueden deportar a todo bicho viviente sin el más mínimo respeto de los derechos humanos y abusando de su poder económico y de su influencia en los países más ricos, lo que ha molestado, obviamente, a las personas de buena voluntad del mundo entero.
Y por supuesto, esta decisión también ha molestado a los jueces británicos que han tumbado el despreciable decreto de Downing Street y han impedido que un vuelo chárter partiera de Londres rumbo a Kigali con el primer lote de “miserables” que no tienen derecho a vivir en la metrópoli. En una primera instancia un juzgado consideró legal esa medida, pero una corte de apelación revirtió el fallo y, por el momento, las deportaciones racistas y clasistas están suspendidas.
Pero como la flema británica tiene mucho recorrido genético e histórico, la élite de la sociedad londinense ha recurrido al Supremo con el deseo de que sus intenciones puedan ser llevadas a cabo e impedir que los aspirantes a asilados pisen suelo de la “pérfida Albión”, aunque todos los indicios apuntan a que el alto tribunal no va a cambiar la sentencia de la corte de apelación.
La hipocresía con la que se rigen las naciones ricas en relación con las antiguas colonias es curiosa e infame. No sólo expolian los recursos naturales e inoculan un sentimiento de desarraigo absoluto en los habitantes de esos territorios, sino que cuando estos buscan una salida a su situación y tratan de vivir dignamente en la urbe, les arrojan un jarro de agua fría y les devuelven a su lugar de origen, más pobres y más explotados. La miseria no está en los que menos tienen, sino en los que actúan con mayor mezquindad.
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