De la quema del Corán al desprecio al catalán

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La quema del Corán en Suecia moviliza a los países islámicos. Fotografía: Ameer Al-Mohammedawi.

En el imaginario colectivo de las generaciones antifranquistas españolas de los años sesenta y setenta del siglo pasado Suecia era un ideal alternativo a la grisura de la España de la época. Es por ello que gran número de personas admiraban el hospitalario talante sueco con los inmigrantes y los refugiados, su elevado nivel de Estado de bienestar y la contundencia de sus convicciones democráticas y respaldo a los países tercermundistas. Aún hoy, muchos recordamos a su primer ministro Olof Palme con una hucha en la mano por las calles de Estocolmo recaudando dinero para la lucha contra el régimen dictatorial que sufríamos aquí.

Los tiempos fueron pasando, Palme fue asesinado el 28 de febrero de 1986 mientras paseaba en compañía de su esposa tras salir del cine, la socialdemocracia perdió adeptos y los conservadores suecos lograron llegar al poder. Pero lo peor estaba por venir, porque en el siglo XXI el partido de ultraderecha Demócratas de Suecia, tras consolidar su capacidad de influencia política, poco a poco, se dedicó a socavar los avances de los gobiernos de izquierdas y a poner cerco al Estado de bienestar.

En las últimas elecciones en ese país nórdico, los Demócratas de Suecia rompieron el cordón sanitario que imponía el resto del Parlamento sueco y en coalición con la derecha tradicional llegaron al Gobierno de Estocolmo, con lo que la tradicional ayuda de ese país a los refugiados, exiliados y países con penurias económicas se disolvió de súbito, por lo que ahora muchos europeos dicen aquello de que “hoy a Suecia, no la conoce ni la madre que la parió”.

¿Y cuál ha sido el elemento aglutinador de los descontentos para que Suecia ya no sea lo que era? Algo tan simple y tan populista como el miedo al inmigrante, que coincidió con una crisis económica importante en todo el mundo que dio paso al austericidio que tanto daño hizo a los más desfavorecidos. La creciente llegada de ciudadanos de países pobres hizo mella en algunos sectores que se inclinaron por tesis restrictivas a la llegada de personas con problemas.

Quizá el elemento que genera rechazo a la llegada de inmigrantes sea la presencia de musulmanes en Suecia que, sin ser un número excesivo, ha crecido exponencialmente y junto con las voces de alarma de los sectores conservadores religiosos y la mala fama de los movimientos islamistas han fortalecido las reticencias de los colectivos menos concienciados y con una menor carga solidaria.

Ha sido tal la presión contra los musulmanes llegados a Suecia que la extrema derecha se ha dedicado a la quema del Corán —el libro sagrado de los mahometanos— para hacer ver de manera elocuente el rechazo hacia estas personas. No se trata de una acción contra los elementos discriminatorios de esa religión, sino lisa y llanamente una demostración de un delito de odio que está siendo investigado, aunque no parece que con demasiado interés, por las autoridades fiscales del país.

Suecia se ha levantado en rebeldía con la idea de una Europa cohesionada y contra su propio pasado de hospitalidad y cualquier medida que no sea vinculante con sus propuestas derechistas es rechazada sin más. Si hasta la propuesta del Gobierno español de incluir el catalán, el euskera y el gallego en la nómina de lenguas de la Unión Europea, algo que precisa la unanimidad de los 27 Estados miembros de la UE, está siendo cuestionada por la ultraderecha sueca, que no tiene ningún contencioso con las lenguas cooficiales de España.

La deriva conservadora de los suecos ha llegado al punto de olvidar su tradicional neutralidad y solicitar el ingreso en la Alianza Atlántica en un momento en el que el continente europeo requiere más sosiego que euforia militarista. La entrada sueca en la OTAN hay que darla ya por hecha, aunque si los antiguos dirigentes del país levantaran la cabeza se preguntarían angustiados hacia dónde va la nación.

Es una pena que Suecia ya no forme parte del imaginario colectivo y ejemplar de nuestra etapa juvenil, pero es todavía peor que sus políticas sociales se hayan desvanecido, su imparcialidad haya quedado fuera de servicio y la situación de sus ciudadanos más desvalidos sea peor que en aquellos años de plenitud. Ahora ya sabemos quién asesinó a Olof Palme y para qué.

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