La imperiosa necesidad de pensar para vivir

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Fotograma de la película “El planeta de los simios” (1968), del director Franklin Schaffner.

“Primero vivir, después filosofar” es una de esas sentencias que acompañan buena parte de nuestra educación a través del proceso de preparación del individuo para la vida.

Establecido como plan de estudios, la anulación de la filosofía o el apartamiento del pensamiento y de la reflexión han llegado a ocupar nuestro sistema de valores. Ya somos seres humanos convencidos de que el acto de pensar es una pérdida de tiempo. La vida, esa que hemos llamado nuestra, tiene en sus características principales el hecho de vivirse alojada en preferencias que no tienen nada que ver con la filosofía en su más amplio espectro. No pensar, o no hacerlo demasiado, faculta para vivir.

En alguna charla con empresarios jóvenes he tratado de hacer entender la importancia de aplicar la filosofía en sus ritmos de trabajo, de acompañar al trabajador con pensamiento para reforzar el contexto social de la empresa. Muy atentos a mi propuesta, entendieron la idea que trataba de exponer, el fundamento del humanismo aplicado a la especulación empresarial para, así, modificar las planificaciones de desarrollo de sus empresas. No sé si en algún momento fueron capaces de levantar sus cabezas de las mesas de despacho para caer en la cuenta de la importancia de lo dicho.

En cualquier caso, los flujos sociales no están para muchas alharacas de conocimiento, porque basta con sostener el mercado para encontrar acogimiento social, recibir beneficios como individuo y facultarnos para ser admitidos en el numerosísimo club de los emprendedores.

Algunos somos los pecadores, los que hemos entendido que para vivir es necesario empezar a pensar, que los asuntos cotidianos tienen su reacción en las formas de pensamiento y que, como podríamos entender, el que mejor piense, el más capacitado para pensar, resolverá mejor cualquier problema que pudiera surgir en los ritmos de nuestra vida, con el concurso de la sensibilidad y las acciones que emanan de la sensibilidad. “Primero vivir, después filosofar”, y así nos ha ido.

Pero podríamos activar la necesidad de hacerlo, de constituir grupos de actores que piensen por encima de aquellos que ejecutan sin pensamiento, acciones políticas que evidencien la incursión en la reflexión, empresas con desarrollo futuro que entiendan las capacidades de la filosofía para su buen rumbo, escuelas especializadas en formar a pensadores, universidades del pensamiento, etcétera.

Pero en el contexto en que todo esto podría tener lugar, asistimos a la implantación del primum vivere como conducta ejemplar de los individuos, con todo lo que eso acarrea, con una fuerza dotada de capacidades para eliminar al reflexivo, al que se detiene a pensar, porque los ritmos que marca son sustancialmente más rápidos de los que el pensador puede seguir.

Si me detengo en el pensamiento para dotar de calidad a mis acciones, ¿quién es el que pierde? No hay nada más excluyente que las sociedades diseñadas para vivir.

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