Hace un año y dos meses que falleció en Balmoral la reina Isabel II de Inglaterra, y de aquellos fastos de exhibicionismo hortera que resultó su entierro apenas se acuerda nadie, salvo que esa áspera mujer que durante 70 años regentó la jefatura de Estado en el Reino Unido nunca se distinguió por su empatía con sus súbditos, sino que fue una especie de esfinge coronada, a pesar de las loas y plácemes de los cortesanos y meapilas españoles que tuvieron la osadía de comparar a la monarquía inglesa, no con la española, sino con las actividades del emérito.
Y es que el Reino Unido de Gran Bretaña es una nación a la que le encanta la pompa y la demostración de poderío, ya que se trata de un pueblo muy clasista en el que las diferencias económicas entre los que más tienen y los que menos son bastante evidentes y, además, los más estirados no tienen prejuicios en hacer virtud de esa superioridad de clase, muy propia de los países en los que el conservadurismo es un factor añadido al orgullo de sentirse diferente.
Aunque los estudiosos de las tradiciones inglesas afirman que los oropeles del entierro no forman parte de la tradición de la Corona, lo cierto es que desde el primer momento se impusieron las tesis de demostrar al mundo entero que el trono de la Gran Bretaña tenía que salir muy reforzado estéticamente para recordar que el Imperio británico aún está presente, aunque sea en el imaginario colectivo de su pueblo.
La ostentación de la ceremonia de entierro de la reina tenía tal morbo y tal atractivo como espectáculo que las televisiones del mundo entero llenaron horas y horas de la parrilla de sus programaciones para dejar embobados a los espectadores más sensibles. La verdad es que, visto el espectáculo que continuó después con la coronación del nuevo monarca Carlos III, fue todo tan sobrecargado que a quienes somos de natural sencillo nos llegó a cansar el tremendo muestrario de cadáveres exquisitos.
Hoy apenas se recuerda a Isabel II en Europa, al menos en España. El tiempo vuela y en cierta manera Isabel II no sobresalió por nada especial, lo único que recuerda el personal es que fue muy prepotente con su ex nuera Diana de Gales, cuya actitud tuvo que rectificar porque los ciudadanos de a pie le echaron en cara su indiferencia y hasta su desdén por la que debería haber sido, de no haber fallecido, la reina consorte de ese país y de algunas naciones más de la Commonwealth, si bien el divorcio y la nueva boda del heredero con Camilla Parker Bowles también lo hubiera impedido.
La reina Isabel II está muerta, enterrada y casi olvidada. Ahora es el tiempo de su hijo, que alcanzó el trono en edad de jubilación —a los 74 años—, en una ceremonia tradicionalista que puso de manifiesto el mal carácter que le achacan, tras haber tenido problemas con su pluma Montblanc Meisterstück durante una de las firmas protocolarias de la sucesión. Y después, poca cosa más. Juega su papel institucional, mientras su madre se convierte en polvo, como todo bicho viviente por muy reina británica que haya sido.
Y hablando de cadáveres exquisitos, merece mención especial la farsa protagonizada por los admiradores de Juan Carlos I, que trataron de convencernos a todos que su presencia en el entierro de su prima Lilibeth era por su condición de rey. Y la Casa Real británica tuvo que matizar que si fue invitado no fue por su condición de monarca, categoría que ostentaron Felipe VI y Letizia Ortiz, sino por ser pariente de la difunta. Y allí se plantó como el que se cuela en la fiesta de Mecano.
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