¿De qué manera se recepciona la muerte en una sociedad como la nuestra? Los nuevos conflictos traen a los ritmos de la vida cotidiana destrucción y cadáveres hacinados en fosas comunes, complejos sistemas de análisis de lo que vale un ser humano, y juicios que van desde la pérdida de la paz hasta la esperanza para recuperarla. Hemos llegado al momento en el que la muerte, por asumida, ha dejado de tener la fuerza reflexiva que siempre la ha acompañado. Sucede en las guerras, ante los campos de batalla poblados de cadáveres; sucede en los enfermos atacados de manera inmisericorde por un virus letal que llegó para descomponer el panorama mundial, sucede en los medios de comunicación, en la cola de los supermercados, en los días laborables y en el tiempo de los festivos. Nos hemos acoplado a la idea de muerte para, de alguna manera, desnaturalizarla.
Pero la muerte ha sido siempre un elemento fundamental de comprensión del ser humano, de su paso por la vida. Las conclusiones filosóficas transitan por la idea de un continuo retorno en Anaximandro, un viaje al mundo de las ideas platónico o la fuerza de la interpretación religiosa que ha hecho de la muerte dos tendencias curiosas: la una como un tránsito hacia otra vida tan material como la nuestra, con los mismos atributos corporales; la otra, una ascensión del alma haciendo del cuerpo mera descomposición. Y un largo etcétera.
En cualquier caso, nuestra muerte, la manera de entenderla, ha dejado de apoyarse en cualquiera de esas tesis de pensamiento para ser abordada como una cuestión meramente política y, como tal, pública. La experiencia de la muerte ya no es una forma de saber de la finitud para proporcionar a quien la presencia una esperanza en la vida eterna, sino que ahora ha dejado de recibirse como conciencia de muerte para pasar a ser acontecimiento de muerte. Y la diferencia entre la conciencia y el acontecimiento es grande.
La conciencia de muerte nace de una interpretación que tiene que ver con lo que los filósofos llaman ontología. Desde ella surge el pensamiento para dotar de posibles respuestas, todas en este caso colgadas del concepto de esperanza, para dotar de sentido a ese episodio final de nuestras vidas. La conciencia de muerte es, por tanto, algo fundamental para establecer los lazos entre el ser humano y su manera de afrontar el acontecimiento último. Es desde esta conciencia de muerte desde donde construimos, por paradójico que pueda resultar, una vida, una estructura de pensamiento, una pregunta que acompaña siempre en cualquier fase de nuestra condición mortal.
La muerte como acontecimiento es otra cosa porque cuelga de un proceso de desnaturalización que distancia la pregunta a favor del dato.
Y es que los mecanismos por los que hemos desvirtuado la idea de muerte vienen provistos de, entre otras cosas, una individualidad fortalecida por el liberalismo, una prisa incapaz de dejar en el pensamiento una brizna de placer reflexivo y, sobre todo, la necesidad de alejar el concepto de muerte de nuestros ritmos de vida. La muerte como un elemento desnaturalizado procura un ser humano que siempre actúa como inmortal, en una inmortalidad que aísle la pregunta, que no condicione ni un solo minuto de nuestras torpes vidas de producción y consumo para dedicarlos a la ontología ni a la escatología (qué puede esperarnos después, sería la gran reflexión).
Estamos perdiendo la conciencia de muerte al mismo ritmo que crece en nosotros una falsa conciencia de poder, de capacidad para construir el mundo del placer, de la carencia de dolor, de la aniquilación de las visiones tremendas de los muertos, de las filas de cadáveres, de la sangre coagulada en las camillas de los hospitales.
Gaza puede ser un ejemplo próximo en el tiempo. Las cifras de muertes diarias no sedimentan una conciencia de muerte sino que nos procuran un acontecimiento de muerte, un estadio que nos acerca a la salvación como individuos en sociedad y nos proporciona sólo datos que no manifiestan ni esperanza de paz ni trascendencia ni nostalgia.
Hemos llegado a ser dioses de sociedades liberales que piensan lo mismo que los griegos pensaban sobre la trascendencia del fin: La muerte es una singularidad de rango subalterno que no afecta al rango superior ni a la totalidad (Javier Gomá en “Universal concreto”, Taurus 2023) y, con esta idea, vamos viviendo.
Buena parte de los ciudadanos de países desarrollados miran a Ucrania, a Gaza, a Irak, a las hambrunas de África, como acontecimientos. Hagamos lo posible por no alejarnos mucho de la conciencia que, entre otras cosas, nos proyecta como seres humanos, nos dignifica, nos alimenta. Y pensemos que no hay tiempo para dejar pasar el tiempo.
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