Tomo prestado el título de la novela de Jan Dost, publicada por Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, y que hace referencia a los autobuses que trasladaron a civiles y a miembros del ejército de Estado Islámico que intentaron derrocar el régimen de Bashar al-Ásad hasta la región de Idleb, para reflexionar sobre la difícil situación de una tierra bombardeada por Occidente con la excusa de liberar al pueblo sirio del yugo del despotismo, pero que en realidad sólo era una maniobra de expolio de los recursos naturales del país y un castigo a su gobierno por su vinculación con Irán, algo que socava los intereses del Gran Israel y de la industria armamentística y multinacionales de los poderes financieros.
Fue tal el castigo impuesto a Siria desde las covachuelas de las grandes potencias occidentales que incluso tras el devastador terremoto que tuvo lugar el pasado 6 de febrero Francia y Gran Bretaña negaron su ayuda económica al país e incluso en la frontera con Turquía y debido a la estrategia geopolítica de Recep Tayyip Erdoğan se privó a los damnificados por el seísmo de cualquier mínima ayuda.
Sólo Irán y Rusia, con intereses estratégicos en el país, evitaron que Siria quedara a merced de los mercenarios que pretendían apropiarse de sus riquezas y además contribuyeron a fortalecer el régimen de al-Ásad que, gracias a las milicias de Hezbolá expulsó de sus dominios a los integristas islámicos. De ahí, el autobús verde que salió de Alepo. Y, pese a los ataques aéreos, Damasco resistió bravamente.
Siria fue uno de los países que protagonizaron las manifestaciones de la Primavera Árabe, aunque éstas no tuvieron mucha repercusión en la población. Pero, aprovechando que el Éufrates pasa por la zona, los países occidentales iniciaron una ofensiva con el objeto de derrocar a su presidente. Pero no con el propósito loable de quien busca más democratización como sucedió en Túnez o Egipto, sino para desestabilizar el país y rendirlo a los intereses de las multinacionales.
La mayor parte del territorio sirio fue bombardeado con ensañamiento por Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, en especial por las fuerzas aéreas francesas cuyo gobierno justificó los ataques alegando que entre los siete asaltantes de la parisina Sala Bataclan había algunos de origen sirio. El entonces presidente François Hollande mostró su lado más cruel y oportunista, aunque sus intentos de sacarle partido al atentado resultaron baldíos.
El armamento entregado por Rusia a Damasco y la necesidad de evitar que Siria quedara en manos de Israel (o peor, de los radicales islámicos) consiguieron que la nación resistiera las múltiples agresiones de las que fue objeto y lo que es más paradójico: los intentos de mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos, que era el principal fin de la Primavera Árabe, quedaron en nada, porque el régimen se replegó sobre sí mismo y no permitió ninguna apertura.
Según parece, los integristas del ejército de Estado Islámico, que tenían el apoyo de Estados Unidos, fueron totalmente derrotados, aunque algunos analistas conocedores de la zona no quieren lanzar las campanas al vuelo, por si acaso se reproducen más hostilidades. Ahora Damasco reclama que Israel no les agreda continuadamente con el pretexto de que apoya a los palestinos más radicales. Siria se prepara, incluso, para que más autobuses verdes salgan de Alepo, la ciudad más poblada del país.
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