Tal y como venía haciendo desde que tenía memoria, porque antes de ir solo lo hacía con sus padres e incluso con sus abuelos, al atardecer de ese sábado algo desangelado en el que se había levantado un viento molesto que removía las ramas de los árboles cercanos, también iría al teatro. También. Un asunto que no perdonaba viniesen a caer rayos y truenos, o que no dejaba pasar si lo desean, por aquello del hábito convertido en necesidad existencial o en una forma de andar la vida, aunque fuera ajena para propios y extraños. Los sábados, sin más retórica, tocaba teatro.
Raimundo Alcayán de la Torre había elegido en la mañana, con la paciencia de un relojero minucioso, la ropa que habría de lucir esa tarde: zapatos, pantalón, camisa, chaqueta, pañolillo, corbata o pajarita en su caso, a juego con el paño de la anterior, y los había depositado pacientemente en la silla prevista ad hoc para estos menesteres en el dormitorio que tenía asignado.
Raimundo, llegada la hora de principiar con el arreglo, entró en el cuarto de baño, se despojó del pijama de franela que le regaló una de sus nueras, quien lo compraría seguramente en el Rastro viniera a decir lo que dijera, se afeitó pulcramente esmerándose en recortar e igualar bien las patillas a la misma altura, se duchó largo y tendido con agua bien caliente, se secó de forma concienzuda restregándose con rigor los dilatados poros, y terminado este proceso meticuloso, se dio una ración de desodorante River 2 en las axilas, se masajeó la cara con colonia Varon Dandy, productos ambos que le acercaba un antiguo amigo de andanzas y que encontraba de manera exclusiva en una vieja ferretería de la calle Atocha, a la altura de Antón Martín, que no sabemos por qué abstrusas causas seguía teniendo existencias de las mismas en los desvencijados anaqueles de madera de un lugar en el que ya nadie entraba excepto los dueños, alguna persona de la vecindad que otra, y como es normal los turistas y los despistados, que parecieran haber nacido para descubrir lugares insólitos y luego subirlos a las redes sociales, esos artefactos que podríamos designar sin temor a equivocarnos, que son cargados de manera insistente y a cualquier hora del día o de la noche, por el propio diablo.
Luego se peinó con esmero procurando tapar lo mejor posible la calvicie que poco a poco le inundaba cada vez más la cocorota y para la que ya no tenía remedio, aunque se esmerara, mientras miraba de vez en cuando el reloj que había dejado sobre la repisa del lavabo, no le fuera a pillar el toro y llegase tarde a la función programada que tanto interés tenía en presenciar, aunque la hubiese visto ya un buen número de veces representada por diversas compañías tanto españolas como extranjeras.
Una vez vestido, y no contento con el brillo de los zapatos a pesar de haberlos embadurnado hacía un rato, con una bayeta seca refregó con constancia la puntera de estos hasta que entendió que estaban bien, que ya bastaba para deslumbrar a los desclasados que le acompañaban en este lugar inhóspito de Aravaca, al que lo habían enviado sus allegados sin consultar con Dios ni con el mismísimo Lucifer. Se dio una mirada profunda y retardada en el espejo de cuerpo entero que compró exprofeso cuando se tuvo que instalar allí, mientras se movía hacia un lado y hacia otro, constatando que todo estaba en su sitio, que estaba listo y preparado para enfrentar la noche del sábado, siempre tan esperada y llena de agradables sorpresas, que luego nutrirían sus ensueños recordándole otros días más felices y menos encorsetados que los que se veía obligado a recorrer por mor de los tiempos y de las circunstancias, que así los habían propiciado.
Raimundo tomó las llaves de la habitación, salió de ella, cerró con calma y bajó por las escaleras desde el segundo piso hasta la planta baja obviando el ascensor, dejando un rastro de efluvios capaces de intoxicar a cualquiera que le siguiera si se diera esa circunstancia. Cuando llegó al vestíbulo, el recepcionista, como solían hacer siempre fuera quien fuese el que estuviere de guardia, no pudo por menos que sonreírse ante la figura tan primorosa que mostraba Raimundo en las tardes sabatinas, y que, sin poderlo remediar, esperaban como un acontecimiento digno de ser admirado en toda su complejidad y prestancia. Encarándolo, manifestó la plegaria que sabía el interno y esperaba de tanto escucharla con el paso de los años:
—¿Dónde va usted hoy, Don Raimundo?
—Donde voy a ir, al teatro, como todos los sábados.
—¿Y qué obra verá usted hoy? —inquirió, como muy interesado—.
Raimundo podría haberle mentido, al fin y al cabo, qué sabía este pobre hombre que se ganaba la vida controlando las salidas y las entradas en este lugar casi desquiciado y en medio del campo, del arte dramático y de la importancia para el aprendizaje de la humanidad a lo largo de los siglos y de los milenios desde que fuera inventada. Como siempre, se dijo que no merecía la pena dejarlo sin respuesta después de su atenta pregunta, su esmerada educación no se lo permitía, y por ello le contestó como de pasada diciéndole la verdad, lo que para esa tarde había preparado durante la semana después de arduas sesiones de lectura en la biblioteca, de la que era el director y además, el único abonado a la misma, a pesar de que él había donado todos y cada uno de los textos que se apilaban en las baldas que fueron cedidas por el ayuntamiento, cuando de golpe y porrazo se encontraron con casi cinco mil libros y que Raimundo, cuando llegó la hora, manifestó o que iban consigo o allí no se instalaba.
—Hoy veré “La importancia de llamarse Ernesto” en el teatro Lara, una obra del irrepetible y nunca reconocido del todo Oscar Wilde, que vendría a escribir en 1895 y que por su extrema calidad, se sigue representando no sólo en nuestro país sino en el resto del orbe; en cualesquiera de los lugares en donde el teatro es considerado como uno de los grandes exponentes de la capacidad del ser humano para transmitir ideas y conceptos, a través de enredos que vienen a dilucidar la fragilidad y hasta la inconsciencia por la que atravesamos en todo tiempo y lugar: esos campos agrestes que nos son dados en el sendero que nos es otorgado por los dioses o por la actuación de los hombres.
—¡Bien, bien! —dijo con cierto retintín el celador, como si el pobre supiera algo de la trama que Raimundo se sabía de memoria, después de tantos años como aficionado a la narrativa, el ensayo, la poesía y a los textos dramáticos—.
—¡Que lo pase bien, Don Raimundo! —terminó de decir, mientras desviaba la mirada hacia el televisor, en el que veía en ese momento una serie de esas inclasificables y cansinas producidas en las cocinas de alguna multinacional del entretenimiento o el engaño—.
Raimundo salió a la terraza de la residencia de ancianos y para que no le molestaran mucho, se sentó en un lugar lo suficientemente alejado del resto de habitantes de dicho recinto amurallado. Algunos de los presentes comenzaron a reírse de él sin ningún reparo; es más, pareciera que estaban allí para ver la aparición de este, como hacían cada sábado del año. Pero, Raimundo, estaba acostumbrado a semejantes memeces de aquellos que no tienen dos dedos de frente, no en vano fue maestro en una escuela de primaria mientras pudo ejercer su trabajo antes de la jubilación, llegada la cual y por exclusiva decisión de sus hijos, fue llevado directamente a este lugar apartado del mundo, al que no se acostumbraría jamás saliera el sol por Antequera, y por mucho que se empeñaran los mismos, la sociedad entera y hasta el mismísimo Dios si así lo hubiera estipulado, de que eso era lo aconsejado a sus años.
Se dedicó a mirar el infinito obviando la tapia de piedra del internado, cruzó las piernas en una actitud señorial casi, se arrellanó en el sillón buscando una pose cómoda, alertó los oídos, achicó los ojos, se entrelazó las manos, y al instante, justo cuando debía, a la hora justa, comenzaron a apagarse las luces, se produjo algún carraspeo antes de que se instalara de manera definitiva el silencio, alguien por un altavoz dijo que desconectaran los teléfonos móviles y que en un minuto comenzaría la función, el regidor anunció la obra, el forillo comenzó a izarse, las tramoyas empezaron a funcionar y los actores invadieron el escenario.
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