Las calles que flanquean Ferraz eran una compuerta abierta al territorio históricamente poco fértil del apoyo enfervorizado a la clase política, un dique roto por la carta que el presidente Pedro Sánchez escribió a los ciudadanos y las ciudadanas para, entre otras cosas, apelar a un espacio político libre de miserias y descalificaciones de tono soez y, en algunos casos, de naturaleza mezquina. En esas mismas calles, la policía se afanaba en identificar reventadores, visitantes de protestas pasadas, y empujaba hacia la pared a elementos tocados con gorras y pelo corto, con botas del ejército y casacas que los diferenciaban del resto de la marea humana presente. «Documentación», decían.
Los que se convocaban para apoyar a Sánchez tenían en el rostro el miedo proyectado del que prevé un susto, de aquellos que intuyen una caída o argumentan, con desesperación, un acontecimiento terrible. Eran hombres y mujeres, muy pocos de ellos jóvenes, que caminaban hacia el optimismo como si fuera el paso que sentían la obligación de dar, el paso que los situaría frente a sus líderes para, en un afán de consuelo mutuo, abrazarse.
A medida que pasaban los minutos, la calle Ferraz se bloqueaba. La masiva concentración (unas 12.500 personas según la Delegación de Gobierno) iba perdiendo ritmo de avance y también cualquier posibilidad de acercar más el ímpetu a las puertas de la sede del PSOE. En las aceras los tiempos se hacían lentos y desde los balcones, vaya usted a saber por qué, caía el agua que la vecindad utilizaba para regar geranios, decoración vegetal de los pisos con balcón, aderezada por algún grito postulante de la rancia derecha: «Que no son horas», gritaban los manifestantes.
Pero entre todas y todos —algunos mojados ya por la mala fe del vecindario, que hacía oídos sordos al requerimiento de cerrar el grifo— había conjeturas, esperanzas, razones para seguir cantando, empujes de palabra y de acto, y, cómo no, solidaridad y tesón, ambos encauzados por la letra del “Grândola, Vila Morena” o el estribillo de “La Puerta de Alcalá”. Todo parecía interminable.
Los barones que asistieron a la celebración del Comité Federal salían de la reunión con una euforia contenida que no dejaba espacio para mucho optimismo, pero se abrazaban a los militantes, comulgaban con sus ilusiones y hacían de la puerta del PSOE un júbilo compartido con la militancia. Los carteles que pedían a Sánchez que se quedara formaban parte de las fotografías, de los videos de usuario, de la fuerza con la que los brazos señalaban al cielo. Todo estaba dispuesto para que Pedro Sánchez oyera, escuchara y definiera su intervención del lunes a través de los eslóganes y las muestras de afecto. Todo preparado para escucharle en el arrepentimiento o en la reflexión en frío después del pasado miércoles.
Pero pese a todo, los ritmos de la política son los que son; las dinámicas, los argumentos, las ideas tienden a deshacerse en una suerte de verborrea difusa que establece las bases de lo que debe de ser el insulto y la mala fe, por encima de cualquier auxilio nacido del espíritu democrático. Una forma de hacer política que evidencia modos poco sutiles, poca inteligencia, nula muestra de preparación en la argumentación y en el diálogo, y una tremenda capacidad de insultar para conseguir, no otra cosa, sino hundir al adversario en el fango. La derecha ha sido siempre experta en estos asuntos; ha sabido atraer el conflicto a su forma de entender la política y, desde hace un tiempo, está intentando destrozar las instituciones que sostienen nuestra Constitución. No les gusta, no les gusta que la izquierda gobierne porque ellos son los llamados a esa cena, los hijos y nietos de aquellos que formaron un movimiento nacional auspiciado por el régimen franquista que elevó a España a ser “una, grande y libre”. La manera de atreverse a destrozarlo todo no extraña al lector avisado; nadie puede pensar que manejan argumentos improvisados porque existe literatura suficiente para desplegar estrategias de descalificación por doquier. Hablan de presión al gobierno, pero lo que hacen es intentar romper el país que, supuestamente, aman.
La izquierda no se mueve bien en esta manera de enfocar la política; no sabe construir desde la idea de destrozar. Las caras de los asistentes en Ferraz estaban desarmadas; alguno había con mirada de fogueo, pero todos y todas asimilaban una incierta imposibilidad de seguir. «Nosotros somos los buenos», decían cuando se miraban a los ojos.
El parque del Oeste, a unos metros de Ferraz, es un espectador atento al ritmo de los cuerpos que caminan hacia la sede de los socialistas. En los años de resistencia, cuando Madrid luchaba por sostener la Segunda República, ese mismo espacio era línea de frente. Una placa en Marqués de Urquijo pone de manifiesto que en el número 47 de esa calle vivieron María Teresa León y Rafael Alberti. Cuidado con los modos y los valores que algunos sostienen para sobrevivir en política, porque pueden llevar un alzamiento, o quizá una bala, en los bolsillos; una descalificación y mil sollozos.
“Grândola, Vila Morena”, aquella canción compuesta por José Afonso que dio pie a la Revolución de los Claveles en Portugal, marcaba el tono de los socialistas la mañana de este sábado. Esperemos al lunes para saber de dónde, de qué destrucción seguimos construyendo este país. “La puerta de Alcalá” sonaba ya a lo lejos.
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