Vivimos en tiempos en los que la base cultural de la sociedad se ha inclinado hacia una precariedad definitoria. Lo creativo, y su enfoque para desarrollar miradas culturales que alimenten las necesidades de creadores y espectadores, está, por un lado, posicionándose como una apertura a focos de creatividad de alta calidad. Sin embargo, por otro lado, se enfrenta a un contexto que no facilita valor del hecho cultural.
Estamos en dique seco en cuanto a la financiación de proyectos y, desde luego, en atribuir al pintor, músico o escritor el estatus de trabajador de la cultura con todas sus consecuencias económicas, con el sentido de integración en la sociedad como un oficio y no como una simple manera de pasar el tiempo.
Los trabajadores y las trabajadoras de la cultura seguimos luchando por conseguir un salario que nos permita dedicar nuestra vida a lo creativo, como ese valor de mercado que propicia una sociedad cultivada, desarrollada también por la mano de obra que aportamos, pero además, seguimos hablando de una discriminación económica que, a todas luces, no sólo menoscaba nuestras finanzas, sino que anima a dejar su valor real y emprender otros caminos donde obtener beneficios.
Una sociedad que aisla económicamente a sus creadores tiende a delimitar un territorio donde se desarrolla una dinámica propia de una sociedad neoliberal, y también se fomenta el menosprecio hacia lo que, por su propia naturaleza, no encaja dentro del marco normativo de esa sociedad.
La cultura es, sin lugar a dudas y a poco que miremos a nuestro alrededor, a nuestras necesidades más básicas en lo social, la gran prescindible en este contexto.
No son tiempos fáciles para el acto creativo porque no hemos creído en la capacidad de transformación que este supone, o la hemos visto como un serio peligro para los intereses globales en el contexto económico. Todo pasa a ser gratis en la medida en que etiquetamos como “pasatiempo” el trabajo y la difusión cultural en su más amplio espectro. Hablamos, entonces, de una sensibilidad social que, por sus intereses, está precarizando al trabajador de la cultura, atendiendo a razones donde nuestro activo no engancha con los ritmos que se han venido instaurando. Y hemos hecho de esto una pura normalización.
Lo cuenta la escritora cordobesa Remedios Zafra en su magnífico ensayo “El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital” (Anagrama, 2017), y lo amplía en su reciente libro, también publicado por la editorial fundada por Jorge Herralde en 1969, “El informe. Trabajo intelectual y tristeza burocrática”. Pero, a poco que echemos un vistazo a la situación general, se distingue entre los que, de una manera u otra, estamos intentando sacar la cabeza para respirar en un mar muy agitado. No sólo hablamos de una base teórica, sino también de una verdad práctica.
Prolifera, eso sí, la figura del amateur, del aficionado que dedica su tiempo libre para posicionarse dentro del magma de lo creativo, atribuyendo a su trabajo un valor real, pero destruyendo, por su propia naturaleza, todo un proceso de activación económica, de proyecto profesional, de acción en lo innovador que va adherida a una facturación, que conlleva un coste en mano de obra y tiempo de producción, y que posiciona el activo intelectual como un oficio que debería ser remunerado. Y es muy probable que no sea consciente del daño que esto supone.
Y es aquí donde nos encontramos con instituciones que atienden a las ofertas mucho más baratas e incluso gratuitas del amateurismo y su naturaleza propia, arrinconando a los que, con dignidad, ofrecemos el sudor y la piel de nuestra obra en condiciones óptimas, con el peso de nuestras condiciones laborales que, créanme, superan las propias de cualquier asalariado.
No sé si de manera consciente, pero la actual conyuntura social está siendo cadena de transmisión de la precarización de lo cultural en la medida en que no se atribuye la carga compensatoria que debe tener, el soporte que el creador ha de encontrar para realizar su labor, la dimensión moral de las instituciones a la hora de programar las actividades que ofrece.
Es por esto que los síntomas de la enfermedad pueden ser los descritos por la pobreza extrema, la mendicidad y la exclusión, sin otro medicamento para paliar el daño que no sea el desprecio real por un trabajo que fortalece sociedades también en sus estructuras intelectuales.
Los que dedicamos nuestro esfuerzo a levantar territorios para activar el placer en aquellos que nos leen, nos escuchan, nos miran, tenemos las mismas necesidades que, por ejemplo, un operario de la construcción, un médico o un conductor de autobús. Estamos viviendo en la misma sociedad que nos precariza porque formamos parte de un grupo humano que desempeña una función que estamos convirtiendo en prescindible en los ritmos de vida, que estamos acelerando para concretar su desaparición, la extinción del placer y el disfrute de lo creativo por el contexto global de los ciudadanos. Eso sí, fusilados a impuestos.
Remunerar el trabajo creativo es tan necesario como establecer criterios de control en los precios de la cesta de la compra, regular el coste de los combustibles fósiles y promover un salario mínimo justo para acabar, o intentarlo, con los focos de pobreza.
Pero además, lo que ofrecemos es el conjunto de una obra alimentada por estudio, formación y la activación de la sensibilidad para llegar al espectador y celebrar juntos. Somos el precio que hay que pagar para contener la barbarie, la prisa, la mirada esquiva, el deterioro de todos los matices de la contemplación. ¿Les parece cara la inversión?
Si no somos capaces de entenderlo, si llegamos al punto en el que no podremos pagar nuestras facturas y viviremos en condiciones precarias, nos enfrentaremos entonces a un tiempo de extinción, de desaparición paulatina de lo cultural, como una tremenda pesadilla de la que no se puede despertar. Y la nave va.
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