En julio de 2000, el Congreso Federal del PSOE fue algo más que una reunión de los representantes de la militancia para elegir a su secretario general. Ferraz era el escenario de un cruce de navajas entre la propuesta encabezada por el presidente de Castilla-La Mancha, José Bono, y el candidato José Luis Rodríguez Zapatero. Nada extraño, teniendo en cuenta la disposición del equipo “bonista” para hacerse con un poder federal que había que luchar a cuerpo para conseguir tumbar la matemática en el proceso de votación desde los diferentes territorios.
Zapatero, con un margen estrechísimo de apoyos, fue elegido y, por tanto, puesto en el disparadero de lo que más tarde sería su postulación para presidir el Gobierno de España. Pero los “bonistas” no olvidaron el olor del combate y la herida de la pérdida y, como grupo de acción beligerante, volvieron por sus fueros, esta vez agarrados a la candidatura de Susana Díaz en el año 2017. Las reuniones clandestinas, las comidas o las cenas en territorio manchego fueron la acreditación de que el grupo no podía volver a perder en una confrontación que, en esta ocasión, venía con la fuerza de un joven diputado llamado Pedro Sánchez. José Bono era, por esas fechas, un destacado jubilado que fue miembro del Gobierno en 2004 y, más tarde, presidente del Congreso de los Diputados hasta 2011.
La situación de Bono y los suyos era la de morder y no soltar, porque se jugaban un espacio de confirmación de sus políticas —desde la moderación de una izquierda muy diluida— para hacerse con las riendas del, por entonces, desbocado caballo del PSOE, sin una referencia clara para asumir los distintos procesos electorales que se abrían.
Uno de los apoyos más sólidos de Susana Díaz fue Emiliano García-Page, quien se involucró —o lo involucraron— en un proceso de desgaste de Sánchez para hacerse fuerte en el Congreso de salvación del futuro presidente del Gobierno. García-Page era, no lo olvidemos, el hijo pródigo de José Bono, educado bajo su amparo y protección, asumiendo cargos de mucha responsabilidad en los diferentes gobiernos castellano-manchegos desde muy pronto, hasta llegar a ser, con el placet de Bono, presidente de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha.
Hay, entonces, una previsible manera de enfocar la crítica a las candidaturas más progresistas dentro del PSOE, una manera de poner palos en las ruedas de un socialismo de izquierdas que podría identificar políticas como las que Pedro Sánchez, con la unión necesaria de Podemos o Sumar, impondría como elementos reguladores para dirigir el país. Y siempre convenientemente contestadas por los socialistas castellano-manchegos, que hacen castillos de defensa ante cualquier acción, no sólo que afecte a su comunidad —lo cual sería entendible—, sino también como un proceso necesario de crítica para llegar a erigirse en sustitutos y salvadores del socialismo de derechas, con el que han intentado afianzar sus políticas, contribuyendo así a crear puentes de consenso con la derecha española, venga representada desde donde venga.
Y es que ahora el PSOE nada en aguas turbulentas. La financiación catalana, la amnistía y la política de indultos desplegada ad hoc, la revisión del concepto federal del país o las dinámicas de pactos con la izquierda de Sumar en materia de género —por poner algunos ejemplos— están generando bilis en los organismos de García-Page y compañía.
No soportan, ni soportarán, una vertiente demasiado progresista del partido porque creen firmemente que la posición de los socialistas debe ser mucho más moderada, más orientada hacia un centro que se escore hacia territorios de conservadurismo social e ideológico en el que se encuentran más cómodos. Son, por tanto, los representantes de esa alternativa y, como se suele decir: “A río revuelto, ganancia de pescadores”.
La crítica a la financiación de Cataluña se entendería bien si esta llevara a un desequilibrio en el resto de las comunidades, pero no es este el único argumento que pueden elaborar. Estamos hablando de la historia del que guarda rencor por la pérdida, como la de José Bono o la de Susana Díaz, aspirantes destacados del “bonismo” y la fuerza de la moderación, frente a un PSOE que tendería a destacarse como progresista en la tremenda paradoja de ser tachado, entonces, de inútil para enfrentar los nuevos tiempos.
Lo que se ha escuchado en el cónclave socialista para dar el pistoletazo de salida a los diferentes congresos, con el anuncio de la candidatura de Pedro Sánchez para, según dice, programar acciones que afiancen sus objetivos de país, no es una contestación a la financiación de las autonomías, sino un grito de lucha en el complejo territorio que, a partir de ahora, se abre para ir conquistando posiciones.
Y, como siempre, Bono y García-Page estarán esperando el momento. Ambas facciones forzando una victoria, trabajando por romper esa idea descabellada de los de Pedro Sánchez para hacer de España el país del progreso. Los mismos que llevan un tiempo defendiendo políticas de izquierdas, que mastican un socialismo trazado sobre las bases de un nuevo tiempo, frente a los que siguen vistiendo trajes con corte singular, corbatas antiguas y sonrisas del diecinueve, y que tratan de escribir por su cuenta la historia futura del socialismo, con los “bonistas” agarrados al lastre de su referente político. Nada nuevo si nos atenemos a la reciente historia congresual del PSOE.
Una vez más, están al acecho. Les queda hacer historia y situar a uno de los suyos al frente del partido. ¿Será posible? Así las cosas, hablaremos en noviembre.
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