La lógica sugiere que, tras el ataque perpetrado por el estudiante de 14 años Colt Gray con un rifle semiautomático AR-15 en la escuela secundaria Apalachee, en el estado de Georgia, que causó la muerte, el pasado 4 de septiembre, de cuatro personas —los docentes Christina Irimie y Richard Aspinwall, y los alumnos Mason Schermerhorn y Christian Angelo—, además de herir a otras nueve víctimas, los responsables educativos de Estados Unidos tratarían de implementar medidas para impedir que sigan ocurriendo atentados de estas características y que los menores no caigan en la “droga” de las armas. Sin embargo, una cosa es la lógica y otra el país de las barras y las estrellas.
No hay noticias sobre la posibilidad de que se prohíba la venta de armas en el país de las oportunidades, que seguirá siendo “libre” pese a las graves consecuencias de tener armada a la población. Eso sí, el padre del joven, Colin Gray, de 54 años, fue detenido, ya que le compró el arma homicida las pasadas Navidades como regalo de Papá Noel. Mientras tanto, los mandamases de la industria armamentística estadounidense se muestran satisfechos, contando los billetes que les generan los tiroteos en los centros educativos.
Es difícil luchar contra el fanatismo de un pueblo que vive obsesionado con la seguridad de sus propiedades y se aprovisiona de todo tipo de armas para evitar que alguien entre en sus jardines. Y, claro, guardan esos mortíferos artefactos al lado de su bandera, que tanto adoran y manipulan.
El fundamentalismo yanqui en torno al derecho a portar armas, elevado a rango constitucional, es el causante de muchísimas muertes por asesinato. Mientras tanto, las autoridades, presionadas por la Asociación Nacional del Rifle (NRA) y otros grupos de poder de enorme peligro ideológico, no hacen nada al respecto.
Después, la gente se pregunta por qué en Estados Unidos reside el mayor porcentaje de personas gilipollas por metro cuadrado, superando a la mayoría de los demás países. ¡Qué nivel, Maribel!
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