Ante las escaleras del Palacio Nacional de México, mi mujer y yo contemplamos el fastuoso mural de Diego Rivera, pintado entre los años 1929 y 1935 por encargo del entonces secretario de Educación Pública, José Vasconcelos, como impulso a lo que significaría el auge del muralismo, llamado “Epopeya del pueblo Mexicano”.
La fuerza expresiva, el colorido y la técnica dejaron inmediatamente en nosotros una sensación de miedo al vacío, de asfixia general narrativa que, poco a poco, fue derivando, con la ayuda de una guía, en comprensión e identificación de esa narratividad que Rivera quiso dejar plasmada.
Fue un diálogo capaz de darse desde la expresión nítida del pintor hacia los espectadores que, en menor número, paramos nuestra capacidad de análisis sobre el lienzo de pared que ocupaba la obra. Los hitos de los primeros indígenas, lo prehispánico, la colonización—expresada con una claridad crítica—, la revolución y la industrialización junto con el marxismo dejan en el fresco el alegato de un hombre ante su historia, con esa capacidad pedagógica con la que los muralistas mexicanos se comunicaban con el pueblo.
Cuando terminamos la visita, y ante el asombro de mi pareja, pedí perdón. La sensación fue la de expresar, con palabras, una culpa expuesta ante los mexicanos, un compendio de razones para descargar el peso del arrepentimiento histórico que, en gran medida, llegó a mí después del alegato de libertad de la guía. No es gratuito que pidiera perdón, porque en el mural se explicitaba la ocupación del pueblo por parte de una colonización cruenta que anticiparía la desaparición de una esencia indígena, acallada por, entre otros, los españoles que llegaron a tierras Anáhuac. Y, como pueden imaginar, me sacudió la culpa. No importaba que hubieran pasado siglos desde aquellos acontecimientos, que nacieron como una necesidad de cristianización y de expolio general, porque la humillación del pueblo mexicano transmitía una fuerza expresiva que, en este caso a través del arte, imprimía conciencia en aquellos que lanzamos nuestra mirada analítica sobre lo pintado.
México ha sido siempre un país en el que recalar para saber más de nosotros mismos. Su historia es también la de la España que conocemos, ya que ambas se trazan en conjunto. El sincretismo que tuvo lugar como referencia artística, los exilios y la desesperación de los sacudidos por la cruenta guerra de España, por citar algunos acontecimientos relevantes, tuvieron en México lugar de acogida; fue casa y comida para muchos.
Pero todavía existe un espíritu de conquistador y conquistado, un enfrentamiento poderoso de sensibilidades que deja sobre el lienzo de la historia un capítulo no cerrado, una puerta desde la que entra el viento del reproche que, de alguna manera, deberíamos abordar con entereza y, sobre todo, con conocimiento. La hermandad no excluye, sino que potencia la necesidad de pedir perdón y ser perdonado. La unión requiere discursos de acercamiento que activen mecanismos de hermandad, los mismos que hicieron posible el abrazo entre pueblos para amplificar el caudal de la sangre compartida. Lo sincrético puso de manifiesto la comunión entre la estética de lo español y la representación de lo mexicano. Los angelitos de las iglesias son negros porque los escultores del país americano, en su afán de ser fieles a la tradición, asumieron los cánones de la cultura que llegaba para reinterpretarla en su visión propia, para disolverla en la de origen, para integrarla.
La petición expresa de la nueva presidenta de la República de México, Claudia Sheinbaum, que viene a ser un fleco de la carta que López Obrador envió en 2019 a Felipe VI, no es una concesión a la insurgencia ni un atisbo de ruptura de relaciones, sino más bien, un sentimiento propio del pueblo mexicano que no entiende, o entiende mal, que no exista una revisión de conjunto entre las relaciones de ambos países, que no seamos capaces de pedir perdón, tal como hemos visto en determinadas instituciones ante acontecimientos de la misma magnitud histórica. Si hemos sido capaces de disolvernos culturalmente, de integrar nuestra forma de ser, por qué no somos capaces de dar perdón a cambio.
En España, tenemos muy potenciado el espíritu de defensa ante lo que consideramos ofensas, pero también sabemos que una lengua común sirve para entenderse, que hemos construido mundos similares a fuerza de sabernos diferentes, que compartimos razones suficientes para encontrarnos y pedir perdón: el perdón de la historia, que es lo mismo que decir el perdón de nuestra propia identidad patria.
Porque, ante la escalera que delimita el gran mural de Diego Rivera, yo pedí perdón: un perdón que no comprometía mi estatuto de extranjero, que no ponía puertas a mi relación con el mundo, sino que obedecía a un sentimiento profundo de hermandad. Y así, quedé en paz con mis antepasados.
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