Nunca sospeché que me iba a remover tanto la muerte de Mary Quant. Matizo, cuando digo remover, no quiero decir conmover, porque el fallecimiento a los 93 años de edad de la inventora de la minifalda ni me sacó una lágrima ni me empujó a la depresión, ni siquiera a una superficial melancolía. Quiero decir que hizo que se agolparan en mi mente los recuerdos de aquella época, en la que dejaba la niñez para adentrarme en los procelosos años de mi primera adolescencia.
Estoy convencido de que la minifalda fue uno de los símbolos del paso a la modernidad en el tercer tercio del siglo XX junto a la aparición de los Beatles y los Rolling Stones, las huelgas mineras de Asturias y el contubernio de Múnich de junio de 1962, coincidiendo con los últimos años de la autarquía económica y el paso al desarrollismo de los Lópeces que se cierra con el Mayo del 68 y el impulso de la oposición antifranquista.
Pues es en esa época cuando éste que escribe se viste con pantalón largo, empieza el Bachillerato, siente las primeras alteraciones primaverales y se toma sus primeras botellas de sidra. Y oye hablar, claro, de Mary Quant.
Es el momento en que las mujeres empiezan, paulatinamente, a querer vivir sus propias vidas sin tutelas ni paternalismo. Y la minifalda fue un factor importante en lo que se empezó a llamar la liberación de la mujer. Todavía me acuerdo de las discusiones familiares sobre el avance de la minifalda y cómo mi madre se manifestaba más partidaria del pantalón en la mujer (cuya abundancia casi corría pareja al invento de la diseñadora inglesa) porque «las mujeres no tenemos que enseñar el culo a nadie». Tiempos pasados que Mary Quant me ha ayudado a recordar.
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