Reflexiones de un don nadie

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Fotograma de la película “Nadie” (2021) del cineasta ruso Ilya Naishuller.
Fotograma de la película “Nadie” (2021) del cineasta ruso Ilya Naishuller.

La vida es un accidente calamitoso. Sin elección, somos arrojados a vivir una existencia como “seres relativos a la muerte”, que diría Heidegger.

No es posible ser en el mundo sin ser del mundo; el sistema nos despoja precipitadamente de la potestad de alcanzar el propósito del libre albedrío, imponiendo el relato de un hombre convertido en valor de uso, cuerpo mismo de la mercancía, que abandona la Naturaleza para abrazar una economía de libre mercado, distintivo de la falibilidad de los agentes políticos.

Es por esto que ni el dinero garantiza la felicidad ni el trabajo dignifica al ser humano. Todo lo contrario, este tipo de convenciones son focos de servidumbre, ratoneras sin salida. Durante la segunda etapa en la historia de la Civilización el trabajo fue considerado un castigo divino. El primer libro del Pentateuco recoge el relato de Adán y Eva expulsados del Paraíso terrenal, siendo Adán condenado a ganar el pan con el sudor de su frente.

En la segunda mitad del siglo XIX, el régimen de asalariados fue sustituido por la mano de obra esclava: una reformulación que sólo perpetuó la opresión por parte del patrón mediante la compraventa de esfuerzo transformador. El proletariado siguió ofreciéndose como mercadería para subsistir.

Hoy, el nuevo socialismo para los ricos, intervenido por las mayores fortunas del planeta, diseña y gestiona políticas derrochadoras e ineficaces para la mayoría. En este contexto, el Estado de Bienestar —sustentable siempre y cuando existan colaboradores necesarios en una cantidad suficiente— se revela como una gran estafa piramidal en la que es prioridad satisfacer las necesidades de los de arriba; la asimetría de poder y decisión propicia una explotación normalizada sin solución aparente, orientada a la consecución de objetivos de carácter destructivo; evitar pérdidas causando perjuicio a la otra parte. Hace 50 años, el presidente de una multinacional norteamericana ganaba 20 veces más que un trabajador. En la actualidad, gana 354 veces más.

Mientras, las conclusiones del sociólogo Anselm Strauss determinan un mundo que se rehace permanentemente y en el que el proceso del conflicto promueve un “orden negociado”. Pero no nos engañemos: este equilibrio —instrumentalizado— se asienta en capas sociales correlativas que conforman los cimientos de una pirámide cerrada. El pilar básico de esta estructura está constituido por la clase obrera, la más numerosa fuerza de trabajo, cuya única función es productiva y su posición dentro de la burocracia es simbólica.

En los albores de una cuarta Revolución Industrial, la tecnología de manipulación génica CRISPR, la neurotecnología, el desarrollo acelerado de la inteligencia artificial y el transhumanismo acentúan el sueño poshumanista esbozado por el médico y filósofo francés Julien Offray de La Mettrie en “L’Homme Machine” (1747).

Por su parte, el historiador y escritor Yuval Noah Harari postula en su libro “Homo Deus: Breve historia del mañana” (Ed. Debate, 2016) que el efecto nocivo del impacto hipertecnológico en la vida de las personas se podría manifestar en menos de treinta años por medio de la aparición de un nuevo grupo social: la clase inútil.

En los últimos días del siglo XXI la población mundial llegará a 11.000 millones. La esperanza de vida será mayor y en 2100 el envejecimiento poblacional colapsará el mundo que conocemos. Para entonces, se pronostica una drástica reducción demográfica. ¿Resolverá la plutocracia instaurar la obsolescencia planificada a través de la alteración genética en humanos? Y si así fuera, finalmente nos transmutaríamos en unos inútiles con fecha de caducidad. ¿Acaso no lo somos ya?

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