
A menudo la vida, todo aquello que acontece, como el cuadro de Dorian Grey, no es más que el reflejo de lo que somos, de lo que hacemos, de lo que sentimos. Y lo recoge y lo va acumulando, nada se pierde.
En realidad, no existe reciprocidad exacta alguna. No se recoge el bien si se siembra el bien. En ocasiones sí; en otras no. En realidad, no tiene directamente que ver con nuestra actitud hacia los demás sino hacia nosotros mismos. Los demás son personajes secundarios de la historia. Se trata de nosotros. De lo que hacemos con nosotros, de lo que sentimos hacia nosotros. Porque la vida como tal es una entelequia.
Cada uno somos nuestra vida. El amor, el odio, el ardor, el frío, la ira, la calma… que portamos, que nos guía, que nos posee. Esa es nuestra vida. Luego lo que somos, lo que hacemos, lo que sentimos, generará algo. Daremos algo, influiremos en algo en la vida de los demás. Pero desde el natural y sencillo hecho de existir. Sin aspavientos, sin forzar nada. Y ninguna de esas cosas tiene porqué regresar en la justa medida que se entrega.
Tanto como me pierdo me pierden los demás. Tanto como me encuentro me doy a los demás. Esa es la única medida justa. Y en ese perderme y encontrarme transcurre mi vida.
Texto: Samuel Bressón.