La libertad de expresión es consustancial al ejercicio de la democracia; para que un sistema plural y tolerante funcione se precisa de una sociedad ilustrada, sin censura ni injerencias de terceros.
En virtud del artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, todo individuo puede y debe gozar de la libertad de opinión y de expresión. Por otro lado, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos determina la regulación de una serie de deberes y responsabilidades que la práctica de esta prerrogativa comporta: límites legales relacionados con pronunciamientos difamatorios, manifestaciones denigrantes para el ser humano o de conspiración contra el orden constitucional, entre otros.
En este contexto, el desenvolvimiento de la actividad periodística en tiempos modernos debería asentarse sobre el principio de veracidad, relatando a la ciudadanía aconteceres de procedencia segura y demostrable, con el aval irrefutable de una independencia política y mediática. Pero esto no sucede así.
“Esperamos que el mundo vuelva a cotas más normales, que podamos contemplar con calma el cielo, que no se hable más de dictaduras. Quizá tendremos que ir tirando… mientras la primavera tarda aún en llegar”. (Franco Battiato)
Internet y la era de la posverdad trajeron consigo el surgimiento y la proliferación de la información líquida: la gran estafa del periodismo contemporáneo que desdibujó la línea divisoria entre lo verídico y el embuste en favor del poder, implantando el clientelismo y la corrupción como hábitos cotidianos. Así pues, los conglomerados mediáticos han pasado a construir y distribuir las noticias, siempre al servicio de los mercados financieros, convirtiéndose en la voz de su amo. En España, Atresmedia y Mediaset operan de esta manera, en un escenario de competencia imperfecta con el beneplácito del gobierno de turno.
Érase una vez un conocido periodista (?) —prosélito de un magnate del fútbol—, un volatinero mediático y un controvertido delincuente exagente de la ley, quienes se reunían en la sombra para urdir una trama de traiciones, pactos y estrategias propias de una obra del cine noir. Este tipo de intrigas jamás deberían ocurrir, aunque su revelación fue una bofetada de realidad para muchos. Sin embargo, no fue suficiente para despertar la conciencia de una sociedad manipulada y traicionada. Porque todo continúa igual, y el periodismo honesto sigue confinado en los límites de la ciencia ficción. Mientras tanto, una prominente figura, vinculada sentimentalmente al citado periodista, permanece al frente de un proyecto dedicado a la verificación de hechos: esto es, la fábula del zorro cuidando el gallinero.
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