¿Puede una foto robar el alma de una persona? Los nativos americanos, así como otros grupos tribales, aún en nuestros días, creen que sí. La cosmovisión que tienen de una cámara desde una perspectiva antropológica es la de un elemento mágico de índole demoníaca. A principios del siglo XX, Guido Boggiani perdió la vida en su intento por aprehender el bello fulgor selvático: los indígenas chamacoco del Alto Paraguay vieron en su artefacto estereoscópico el origen de todos los males. El desenlace: el joven etnólogo italiano fue ejecutado y sepultado con su cámara fotográfica en un ritual purificador.
“Algo grande ocurre cuando la montaña y el hombre se encuentran”, escribió William Blake. De la colisión entre una mater natura permanente y primordial y la psique de quien enfrenta la inevitabilidad a través de un objetivo nace la cualidad de la gráfica poética: el valor de la tristeza y la melancolía, los anhelos, la fugacidad de la juventud (carpe diem), la brevedad del ser (memento mori). El testimonio sobre papel de un instante que perdurará en el tiempo, pero no en la eternidad.
La obra de Irene Cruz se desenvuelve en un ecosistema de bosque primario donde las fuerzas telúricas —cuasi chamánicas— coadyuvan a ocupar transitoriamente el cuerpo retratado; siempre femíneo, siempre despojado de tabúes, insumiso ante el dogma de la Perpetua Virginidad y dispuesto sin retraimiento a habitar la sexualidad. La musa como continente mientras el espíritu de la creadora se impregna con sutileza de la substancia ajena, en una acción convenida eventualmente; la metacorporalidad schopenhaueriana, cuyo fin último es obtener más materia, otra envoltura que tomar para plasmar en una lámina el efecto corona, el campo biológico de quien fotografía. Y mientras Foucault teorizó sobre su cuerpo como un espacio inescapable, el científico ruso Konstantin Korotkov logró captar en 2013, con una cámara bioelectrográfica, el vigor de una persona en su último estertor.
El mito de Lilith expulsada del Edén frente a los estereotipos de género contemporáneos; las mujeres que Irene Cruz reproduce en su trabajo no son objetos estético-carnales, en ellas podemos encontrar un componente femenil contrario a la abnegación y la obediencia: mujeres arrebatadoras de las que el varón ha de alejarse, como en el caso de las sirenas; doncellas marinas cuyo dulce canto invita al navegante al placer y al conocimiento, cayendo este, sin salvación, absorto en un éxtasis subyugante. Es por ello que la propuesta de Irene despierta en mí la fascinación por lo fabuloso; el atávico vínculo del primigenio ser femenino con la Madre Tierra, ambas, hembras colmadas de luz y simiente, protectoras por instinto, y consustancialmente conectadas con la fertilidad, la vegetación y la fauna. El sueño bucólico de la espesura campestre como rincón ignoto aún sin mancillar, indómito, agreste… y quizá por ello, indemne de nuestro frenético coexistir.
El imaginario de Irene Cruz aviva recuerdos de un hábitat básico; el paraíso que dejamos atrás hace demasiado para convertirnos en lo que somos, obviando que la naturaleza es la causa de todas las cosas, y que de ella dependemos y a ella nos debemos.
Y en la contemplación abstraigo la inherencia de un mensaje que —no sé si de forma casual— Irene esboza en sus obras: la significación del factor femíneo en el proceso vital. Porque la Pachamama y la mujer llevan dentro de sí, y en armonía, el germen del principio y del fin de todo lo que gira en torno a nosotros.
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