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Cuando se le imputaba a Rusia la culpabilidad por el asesinato de agentes dobles en Londres, donde derrochaban el dinero de su traición, los responsables políticos del Reino Unido ponían en evidencia la necesidad de acusar a los compatriotas de Putin de crímenes de lesa humanidad. Y digo que le imputaban porque ni Moscú aceptó jamás las acusaciones del Foreign Office ni se encontró prueba alguna, ni siquiera indicios, de que la larga mano del servicio secreto ruso y de que procediera de ese país el gas que envenenó a los últimos espías del antiguo KGB. En marzo se cumplirán dos años desde que Serguéi Skripal apareció moribundo en un parque de la capital inglesa y todavía no se detuvo a ninguno de sus posibles asesinos (si es que el envenenamiento fue intencionado) y no parece que sea por una incompetencia de la Policía británica y tampoco que los chicos de Scotland Yard sean unos pardillos.
Sin embargo, cuando es Estados Unidos el que asesina a sus rivales políticos, y bien que se jacta de ello el presidente del país Donald Trump cuando admitió ser el que ordenó la muerte del general iraní Qasem Soleimani, los países aliados se han puesto de su parte y no sólo no han reclamado medidas punitivas contra los asesinos, sino que se han decidido a bendecir los ataques contra los ciudadanos iraquíes y a dar por bueno el asesinato del influyente militar de Teherán.
James Bond, el agente secreto 007, tenía licencia para matar. Pero se la había concedido el escritor Ian Fleming, el padre literario de este personaje de ficción. Formaba parte de la licencia novelística que permite imaginar argumentos e historias para deleite de los ciudadanos. Esta licencia no tiene nada que ver con la realidad, donde las leyes naturales y los valores morales de los ciudadanos imponen sus creencias políticas y solidarias y en contra de los abusos policiales, militares y nacionales.
Por eso la estúpida vanagloria del loco pelirrojo que ataca a un país con el que mantiene relaciones diplomáticas para favorecer los intereses del lobby sionista de Israel no sólo es un ejercicio de doble moral de los llamados aliados, sino que pone en peligro la paz mundial de una forma irresponsable y negligente.
En el imaginario del “asesinato considerado como una de las bellas artes”, que diría Thomas de Quincey, la elegancia es un factor clave. Por eso tenían enorme belleza estética las muertes de los opositores búlgaros, y perdón por el morbo, por parte de agentes del régimen provistos de unos paraguas muy británicos con una punta de cuchillo muy afilada. En comparación, esos bombardeos norteamericanos con drones y otros artefactos teledirigidos forman parte de la filosofía del chulo de putas, que es el colmo de lo basto.
Pero olvidémonos de aspectos estéticos y de imágenes y centrémonos en la resolución de los conflictos bélicos, dejando claro que los que agreden a otras naciones, basándose en su superioridad militar y económica, deben ser objeto de represalias y reproches, porque abusar es síntoma de insuficiencia de razones y de complejo de inferioridad (o superioridad). En ese sentido, es absolutamente urgente crear mecanismos que eviten estos ataques brutales para seguir manteniendo el poder de los miserables. La revitalización obligatoria del Tribunal Penal Internacional podría ser un elemento clave. Y como primera medida, que el nuevo Gobierno progresista de Pedro Sánchez retome la legislación que Mariano Rajoy despreció.
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