La clasificación anual elaborada por Global Firepower (GFP) proporciona una visión integral del poder militar de 145 países, evaluando más de 60 factores, desde la disponibilidad de efectivos hasta la situación financiera y geográfica. Este índice genera el PowerIndex, donde valores cercanos a cero indican una mayor capacidad militar. Aunque España ha mejorado su posición del puesto vigésimo primero en 2023 al vigésimo en 2024, surge la cuestión crítica de la relevancia de competir por una clasificación basada en la capacidad de destrucción.
El informe detalla los recursos militares de España, incluyendo 517 aeronaves, 140 cazas de combate, 126 helicópteros (23 de ataque), 327 tanques, 32.368 vehículos armados, 96 piezas de artillería autopropulsada, 140 piezas de artillería, un portahelicópteros, 11 fragatas, 2 submarinos, 23 patrulleros y 6 detectores de minas. Además, el cuerpo militar cuenta con 133.000 efectivos activos, distribuidos entre el Ejército del Aire y del Espacio, la Armada y el Ejército de Tierra.
La clasificación, liderada por Estados Unidos, Rusia, China, India y Corea del Sur, otorga a España un índice de 0,2882. Este indicador sugiere mayor capacidad militar cuanto más cercano a cero esté.
Más allá de la mejora posicional, el histórico de España en el índice GFP revela fluctuaciones y plantea la pregunta fundamental: ¿deberíamos priorizar la carrera armamentista o redirigir nuestros esfuerzos hacia iniciativas que promuevan la paz, la cooperación y el desarrollo sostenible?
El análisis se extiende al papel de las armas en la economía. Las armas, al no satisfacer necesidades básicas ni contribuir a la producción de bienes o servicios esenciales, desafían su razón de ser como bienes productivos. Además, el gasto militar plantea perversiones económicas al desviar recursos que podrían generar mayores beneficios en otros sectores.
La paradoja de producir armas que confiamos nunca serán utilizadas lleva a reflexionar sobre la verdadera utilidad y sostenibilidad de mantener un complejo militar-industrial. ¿Deberíamos reconsiderar nuestras prioridades, redirigir recursos hacia el bienestar y la cooperación internacional en lugar de perpetuar una carrera armamentista cuyas consecuencias pueden ser devastadoras?
Este debate alcanza una mayor profundidad al considerar la economía actual, centrada en producir para consumir. Las armas plantean un dilema ético y económico al no contribuir a necesidades básicas ni al desarrollo productivo, por lo que jamás podrán ser consideradas bienes productivos. Además, el gasto militar se presenta como una disminución de la inversión pública en el Estado de bienestar social. Los recursos destinados al complejo militar-industrial podrían generar mayores beneficios en sectores que verdaderamente satisfacen las necesidades de la ciudadanía, como la salud, la educación y las infraestructuras.
A esta ecuación se suma la dependencia y subordinación de la industria militar al Ministerio de Defensa de cada Estado. Esta relación impide que las industrias de desarrollo militar se preocupen por el control de costes, no produzcan economías de escala y encarezcan el precio final de cada artefacto bélico. Sea cual sea su coste, la adquisición de armas termina recayendo en el Estado. En este sentido, las economías militares son dirigidas por tecnócratas al servicio de los intereses de la industria armamentística.
En última instancia, este análisis apunta hacia la necesidad de replantear nuestras prioridades como país. La verdadera grandeza de una nación no debería medirse únicamente en términos militares, sino en su capacidad para contribuir a la paz, la estabilidad y el bienestar global. La construcción de un futuro sostenible exige una profunda reflexión sobre el papel de las armas y la dirección de nuestros recursos en beneficio de un mundo más equitativo y pacífico.
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