Europa empieza a teorizar sobre la migración y, a la vez, activa mecanismos sociales de renuncia; da territorio a las políticas que tratan de desarrollar leyes que controlen el flujo de personas entre África y España, Italia o Francia y, al tiempo, construye puentes de debate entre lo que significa la labor de acogida y lo que se deriva de una teórica llegada masiva de personas procedentes, sobre todo, de países con enormes carencias.
Europa está en un momento de especial interés en lo que respecta al discurso de recepción y a la necesidad de implementar políticas que faciliten la inserción social y laboral de todas y todos; pero también da espacio a opiniones contrarias, a voces que siembran discursos de odio, al concepto de la seguridad como arma arrojadiza, al miedo fatuo como activación social. ¿De qué Europa, entonces, estamos hablando?
La sensible con el proceso migratorio entiende que la mano de obra extranjera puede implementar las circunstancias derivadas de las jubilaciones de la explosión poblacional, además de reconvertir la pulsión empresarial para ajustar sus ofertas al ritmo de las nuevas demandas de sociedades múltiples, lo que supondría un incremento de la mano de obra en empresas con alto valor de producción y, por tanto, el desarrollo del motor de futuro de los países de acogida. Pero, además, también construye espacios para el flujo cultural en la medida en que inyecta cultura en sociedades que tienden a acoger cultura.
La crítica, abraza la idea de la eliminación de los valores de occidente para dar todo el espacio a aquellos que vienen de los países de origen, activando la fuerza de un discurso de exclusión, xenófobo y con un componente religioso (que tiene que ver con los valores de las sociedades europeas en su conjunto) que se siente enfrentado a las acciones de los gobiernos democráticos en materia de inmigración.
La sensible fija la vista en el aprovechamiento; la crítica, en el hecho cultural y de raza.
Desde estas dos perspectivas podemos entender que el discurso viene caliente. No somos capaces de asumir en la medida de lo posible un flujo humano que nos alivie de los problemas derivados de, entre otros, la baja natalidad europea; de la misma manera que nos enerva la sola idea de sentirnos increpados como sociedad por culturas ajenas a la nuestra, por valores que no nos abrimos a entender o por el miedo a una cancelación de raza que creemos que nos define como sociedades poderosas. Pero, ¿desde cuándo hemos sufrido esta trasformación?
La verdadera entidad del asunto migratorio, no viene sólo definida por la necesidad de lo que ahora llaman “circularidad”, por las ofertas de trabajo en origen, por aliviar de la carga del subdesarrollo a países determinados desde las arcas de los gobiernos más poderosos. No viene sólo de la acción política, ni de la sensibilidad ciudadana, ni del valor de la solidaridad, no es sólo esto lo que se juega en el tablero de nuestras sociedades, sino también la opinión de cada vez más voces dispuestas a reventar el discurso social para dar cabida a discursos de odio y de exclusión, de discriminación y de violencia. Y todo ello amparado por la nueva-vieja política que abrazan los partidos ultraderechistas y que contagian, por la necesidad de arañar votos, a partidos de derecha o centro derecha. Si el discurso de estas formaciones políticas está escorándose hacia la crítica y la exclusión, será porque existe un nicho de votos que, en apariencia, facilitaría la llegada al poder de los que lo fomentan. Políticas siglo XXI, podremos llegar a pensar.
Y con este panorama también hablamos de grupos humanos que dedican su tiempo a la inserción, a la alfabetización, a la búsqueda de empleo para dotar de una vida mejor a los seres humanos que llegan a nuestros países, mujeres y hombres con un serio compromiso por incrementar acciones que faciliten el asentamiento y los primeros pasos de migrantes con claras necesidades especiales desde sus primeras horas en el continente europeo, o salvando de la fuerza de las mareas a los que se juegan la vida embarcados en pateras en las costas atlánticas y mediterráneas. Compromiso y acción como discurso.
Pero también hablamos de los que gritan para expulsar, de los que hablan para herir, de los ciudadanos que entienden que la llegada de la migración va a suponer una merma en su calidad de vida, de aquellas personas que incitan a la violencia para acabar con lo que llaman “un problema”, de la base política que aprovecha la sensibilidad social para echar más gasolina en el incendio, de los representantes de las administraciones que, o no saben o no quieren, activar mecanismos de ayuda y de concienciación. El miedo y las actitudes derivadas de este como discurso.
Europa empieza a teorizar con preocupación sobre la inmigración. Las conclusiones pueden ser de exclusión o de acogida. Lo verdaderamente triste es que dependan, sobre todo, de la capacidad de los que teorizan para arrancar un puñado de votos al adversario político.
Si no hemos sido capaces de fijar la mirada en los ojos de una maliense, de un senegalés, de la población marroquí que llega a nuestras ciudades, de cuantos vienen a buscar una vida mejor, no nos daremos cuenta de la necesidad, de la súplica, del amor con el que esos ojos nos hablan. Y habremos perdido el discurso para asumir esa idea descabellada de empujarlos hacia el territorio del rechazo.
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