Me hace bastante gracia, no exenta de perplejidad, la ligereza con la que la derecha española se apropia de todas las instituciones cuando tiene un pequeño hueco, y abusa de ellas apelando, más o menos, al derecho divino y a su proverbial maestría en el arte de utilizar lo de todos en provecho propio.
En la Francia del Rey Sol, Luis XIV —cenit del absolutismo francés— tenía a gala alardear: «El Estado soy yo», y ahora, algunos siglos después, sus admiradores le copian sobre la base de que “las instituciones soy yo”, porque yo lo valgo y porque así está estipulado en el derecho consuetudinario.
No hace falta que os recuerde la utilización grosera que el Partido Popular hace del Senado, hasta el punto de que hace trampas y pretende una suplantación jurídica para vetar, sin éxito, una ley aprobada por el Congreso.
La trayectoria conspiranoica de la derecha reaccionaria en nuestro país, cuando no está en el gobierno, se remonta al siglo pasado. Pero no solo se enfada cuando no controla el Ejecutivo, sino que busca compinches para expulsar a sus oponentes en la Presidencia del Poder Legislativo.
Lo vemos ahora con su obsesión por la figura de Francina Armengol al frente del Congreso desde 2023, pero también lo recordamos cuando el juez Manuel Marchena amenazó a Meritxell Batet si no expulsaba de la Cámara Baja al diputado canario de Podemos, Alberto Rodríguez. Luego vino el Constitucional y puso orden.
Le dan igual sus aliados y la credibilidad de los mismos. En el Parlament de Catalunya, se cargó al expresidente proindependencia Quim Torra y a la también exjefa del Govern Laura Borràs, merced a una artera decisión de la Junta Electoral Central que no tenía competencias para destituir a nadie.
Y es que el conservadurismo español, que bebe jurídicamente de la Inquisición, apela a la limpieza de sangre como requisito de su derecho, y a todo aquel que no provenga del linaje de los Reyes Católicos lo tiene crudo; y si se rebela, para eso está el fuego purificador. Y se quedan tan panchos.
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