
A pesar de que con el descubrimiento de las neuronas espejo, a principios de los noventa del pasado siglo (por si aún nos hacían falta más evidencias de que somos básicamente seres sociales, es decir, que nos necesitamos unos a otros para sobrevivir), dimos credencial al hasta entonces abstracto concepto de empatía —esa suprema forma de inteligencia emocional e interpersonal—. Pero ello no parece haber ayudado a que, como sociedad desarrollada, tomáramos mayor y mejor conciencia del prójimo: ni del más cercano (cada vez somos más gregarios y descomprometidos y menos sociales y unidos (¿dónde quedó la Europa de Erasmo?: no se ama lo que no se conoce); ni, aún menos, del más distante, ese Tercer y Cuarto Mundo (¿serán los refugiados el Quinto?); y todo ello, bien mediante una interacción basada en el respeto, no con colonialismos seudopaternalistas, económicos, o religiosos; y en la ayuda (catástrofes humanitarias).
Muy al contrario, nuestra hiper-tecnologizada sociedad parece dedicar todos sus amorosos esfuerzos exclusivamente a las máquinas, olvidándose del “crecimiento interior”, haciéndose a sí misma más tecnócrata y autómata, y a ellas más inteligentes y “humanas”. Se supone que para liberarnos de la esclavitud del trabajo, e introducirnos de pleno en la anhelada Arcadia de la Sociedad del ocio, donde tendremos aún más tiempo para olvidarnos del otro, de nosotros mismos; consumir sin freno y ellos para hacernos creer que así somos realmente libres.
Así nació el selfi. Ese Neo-Narcisismo que consiste en hacernos creer que el monigote que aparece reflejado “al otro lado del espejo” somos nosotros mismos.
Texto: Miguel Aramburu.