Año 1992. Todo daba asco en el mundo de la música. En el mundo de la… En el mundo. Con veinte años, sintiéndote —y siendo— un crío, pero urgido por ocupar el espacio que el destino te tenía reservado. Porque supuestamente tú y los de tu edad erais el futuro. Pero ya era el presente.
Después de haber tenido una educación teñida inevitablemente por la religión católica, de haber transitado por la Transición, de haber hecho la EGB y la FP; porque lo tuyo no era estudiar y, total, tampoco ibas a heredar nada. De haber sido obligado a hacer la mili, privado de tu libertad y robado de tu entorno durante doce meses. Ante la diatriba de especializarte en algo que no te interesaba y, lo peor, saber que nunca te iba a interesar; a no ser que aspiraras a convertirte en otro ladrillo. Y cuando el credo más profundo eran unos valores familiares inculcados en el trabajo y el esfuerzo, esa tabla de salvación reservada para los apellidados en -ez, ¿cuál podía ser la salida? ¿Qué es lo único que podías hacer cuando no importaba lo que hicieras? Exacto: hacer algo. Hacerlo tú mismo. Hacerlo. Sentirte vivo. El punk, bendito punk. Jesucristo. Iggy Pop. The Velvet Underground. Los Ramones.
Nadie tiene reservado un espacio para ti, pero sólo hay una certeza: si algo tienes o consigues, alguien querrá arrebatártelo. Hagamos un grupo amateur. Pongámosle un nombre que empiece por K. ¿Quién pretendería quitarte algo sin valor? Exacto: tus propios compañeros. De repente, la luz. Tu pasión: la música. Y te encuentras en el epicentro, cuando ni siquiera sabías qué era una compañía, un sello discográfico. Un sello… eso sí. En todos los discos de “el Rey del rock” aparecía el de RCA, donde para orgullo de tu padre, de pronto tenías una ocupación. Una mesa y un teléfono prestado. Un sueldo. Sin más credenciales que tu frescura y un Ford Escort heredado. Mentí: todos tenemos una herencia, normalmente irrenunciable. Hoy acompañarás a Isabel Pantoja, mañana a Antonio Flores y al día siguiente a Rafael de Pata Negra. Eso si no pierde el vuelo. Que perdió.
Al cuarto de hora serás tú quien tendrá que hipotecar su salud para atraer al sello a las estrellas del futuro. Queríamos decir, del presente. Rápido, todo rápido. Queremos rendimientos, y los queremos ya. (Dijo el jefe) Ya, pero Los Planetas no sólo son el presente, también serán el futuro. (Dijo él) Ya… ¡Ya! (Dijo el otro jefe, subordinado del otro jefe). La juventud sónica, Kurt Cobain, Black Francis, Morrissey, Stephen Malkmus, los Reid Bros… Ellos eran tus estrellas. Todas estrelladas. Pero también había un faro cercano. Alfaro. También estrellado.
Montemos un sello. Nachín quiere emprender una carrera en solitario. Lo tiene. Hagamos “lo inexplicable”. Gustó. El fracaso del éxito. El éxito del fracaso. Nadie llegó tan lejos si no es para seguir. Os abriremos la puerta de nuestro hogar. Vengan. Tachenko. Bendición. Prometemos respeto, cariño y un hogar confortable. Con ustedes, al fin del mundo. En la travesía, más de un polizón disfrazado de capitán. ¡Ay, amigo! de nuevo en el punto de partida.
¿Ha merecido la pena? Sin duda. Siempre merece la pena. La pena. El esfuerzo. La pena… 2018. Todo sigue dando asco, pero hoy como entonces nos queda —ejem— la esperanza, no le quitemos la ídem a los que nos seguirán. La esencia misma de la vida. Pero hoy todo es más confuso. Hace años el enemigo estaba más definido. Hoy viene a nosotros disfrazado, pero en realidad no nos quiere a nosotros, quiere nuestra dignidad, y eso ni se vende ni se compra.
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