No. La fuerza del trumpismo en la sociedad de Estados Unidos no es una anomalía dentro de la evolución de las democracias. El proceso obedece a una inercia que tiene que ver, entre otras razones, con la contestación de la masa social ante las perspectivas de avance de una sociedad, ante las crisis de conciencia y la fuerza de una respuesta global que cuelga más de las tripas que de la razón en el análisis.
Y es que la sociedad americana —y la europea— han proyectado un estado de ánimo concreto que tiene que ver con la crisis de las democracias occidentales; una crisis propiciada por un desasosiego ante las conductas políticas y la determinación de buscar alternativas —sean estas del carácter que sean— para alejar acciones de gobierno y acercar actitudes propias de la intolerancia y la crítica feroz.
Es así que la voz gruesa de Donald Trump, al igual que la de sus replicantes europeos, tiene que ver con hacer llegar, primero, un desconcierto que propicie un alzamiento y, segundo, una actitud de repulsa que tenga más que ver con la violencia verbal y física que con el diálogo y la inteligencia. Con un discurso nítido que apueste por incidir en los sentimientos de desasosiego y en las respuestas de odio.
Porque los nervios que sostienen a las sociedades occidentales están trabando una estructura peligrosa para el compromiso con la idea o para la defensa de las leyes; la dimensión moral está siendo sustituida por una disensión crítica que lleva aparejado el concurso de la violencia.
Si tenemos en cuenta la naturaleza humana en su conjunto, podemos observar que sus comportamientos tienen que ver con una lucha por la supervivencia y por la defensa de sus intereses, unos intereses individuales que perciben lo colectivo como algo traumático y que obedecen a formas de actuar impropias para el desarrollo de sociedades complejas.
Ante las crisis, la conducta humana tiende a replegarse para defenderse, pero también necesita de un referente que le propicie y ampare su reacción de defensa. Los fascismos tienen esa característica como principal, la de erigirse como la voz del pueblo para incrementar en él su necesidad de violencia ante aquello que pueda llegar a impedir el buen uso de su libertad. La pregunta sería: ¿Qué es la libertad en este momento de nuestra historia? No otra cosa que lo que yo, individuo, entiendo por libertad, frente a lo que el otro entiende. Un maremágnum de libertades individuales que dice muy poco sobre la idea universal de libertad, pero que incide en un territorio expedito para que calen profundamente los discursos de odio e intolerancia, y las tesis que dan alas al vuelo desplegado por los populismos.
Pero hay también un desarrollo social de la masa que, azuzado por las ideas de desamparo y de contestación ante lo que la debilita, pone en juego un proceso violento de ataque frontal a las instituciones para plantarse frente a lo que para ella es el gran mal, la gran cancelación o la definitiva estrategia de conflicto. La masa muerde para defender el individualismo.
El trumpismo tiene todo eso, pero también tiene el poso que resulta de un grupo humano, cada vez más numeroso, que no quiere otra cosa que no sea la reivindicación de sus intereses de raza blanca, de amparo ante el extranjero o de cualquier cosa que surja de la impresión más conservadora de una buena parte de los estados americanos.
Es por esta razón que el trumpismo no es una anomalía dentro de la evolución de la democracia americana. Es por esto que el análisis que se puede extraer de los próximos comicios es el de una masa enfurecida que tiene como baluarte la gran esperanza en Trump, frente a argumentos colgados de las democracias, la solidaridad y el compromiso social que ya no calan en las actitudes de muchos estadounidenses.
Muy pocos piensan que los demócratas puedan liderar un país que abrace a los suyos para protegerlos del mal, porque ese discurso de protección y defensa ya lo ha enarbolado Donald Trump desde sus primeros espiches como candidato a la presidencia. Él es el referente indispensable para los comportamientos que se engendran desde la intolerancia, desde la ira, aquello que ha surgido después de la crisis y que, desafortunadamente, ha encontrado amparo y sostén en el discurso de los republicanos.
Y, no nos olvidemos, los resortes del ser humano, ahora como elementos fundamentales de las democracias, tienden a una respuesta clara hacia estos argumentos. Hay una evolución que va desde el capitalismo al fascismo y que, estudiada con profusión, ha venido sentando las bases del desarrollo de los republicanos americanos. Ese análisis concreta la necesidad de desviar el foco, cambiar el cauce para que las democracias, tal y como las entendemos, soporten la fuerza de las aguas de Trump.
Esperemos para ver de qué manera se resuelven las elecciones para empezar a entender a qué huele el viento que empieza a colarse por los vanos de las puertas de Europa.
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